Collage que forma la palabra trauma con distintas tipografías

Los desórdenes afectivos son formas de descontento capturadas, que es necesario exteriorizar y conducir en su causa real, el capital. (Fisher, 2009, pg. 82)

Los estudios sobre el trauma son un campo de disputa político, donde no sólo se juega la capacidad de definir qué duele y qué no, sino la forma en que entendemos qué determinantes generan ese dolor, y si siquiera es relevante conceptualizar y transformar estos factores. La despolitización del Trastorno de Estrés Post Traumático (TEPT) sirvió unos objetivos particulares y permitió a las naciones que exportan sus guerras no abordar preguntas políticas sobre la generación de este sufrimiento: el foco estaba en diagnosticar y atender. En latinoamérica, donde la violencia se vivía en el mismo territorio, estas preguntas fueron ineludibles y eso dio paso a una mirada más compleja del sufrimiento donde lo importante no era el diagnóstico sino la recomposición social después de las rupturas generadas por la guerra, y por ende, la pregunta por las condiciones que derivaron en la materialización del sufrimiento.

Ante el Trastorno de Estrés Post Traumático (TEPTc) que ya no remite a campos de guerra, sino a la experiencia cotidiana y relacional de la crianza, se corre el riesgo de generar lo que Carr (2024) llama “literalidad traumática” y atender las secuelas del trauma en el cuerpo, marginalizado la historia y las realidades materiales que derivaron en su creación.

Esto le permitiría al capitalismo pasar de largo en su responsabilidad, a través de las instituciones sociales que lo componen, en la generación de este dolor. Por ende, una mirada histórico-materialista del trauma, sobre todo del complejo, podría ser el equivalente de la mirada psicosocial sobre el trauma en los ochentas y noventas: una ventana para a abordar el dolor de forma compleja, hacernos preguntas difíciles y sobre todo encaminarnos en la búsqueda de la transformación de las condiciones que generan el dolor, no sólo ocuparnos por atenderlo.

Sobre el concepto de trauma y su cualidad límite

Después de la Segunda Guerra Mundial, una serie de investigadores influenciados por las conversaciones sobre trauma, cuerpo y psique de Charcot, Freud y Janet, avanzaron en la comprensión del sentido y experiencia del trauma como un fenómeno psíquico derivado de “situaciones límite”; su etiología, progresión y consecuencias (Quosh y Gergen, 2016). Por ejemplo, Bethelheim, psiquiatra sobreviviente de los campos de concentración nazis, sugiere que un evento traumático se puede comprender como “una constante sucesión de hechos dolorosos destinados a producir sensación de amenaza vital” que deriva en lo que llamó “situación límite que se caracteriza por la existencia de un escenario de extremo riesgo vital para todos del cual no se puede escapar” (Castañeda, 2004, p. 2).

Pérez-Sales (2004), en la misma línea, define el trauma como una “experiencia que constituye una amenaza para la integridad de la persona” (p. 29) y le adjudica tres elementos constitutivos: el primero es que la experiencia traumática tiene un carácter inenarrable, incontable, incompartible. Esta conceptualización de lo inenarrable surge de los testimonios que relatan la convicción de los guardias nazis que decían que así alguien sobreviviera al exterminio, por su cualidad límite “nadie les creería”. Esto generó lo que Paul Ricoeur denomina “la crisis del testimonio de experiencias-límite y que por ser tales no resultan creíbles y favorecen la disposición y la voluntad de olvidar” (Orozco, 2009).

Cyrulnik (1998), sobreviviente del Holocasuto, agrega un matiz a esta primera característica al decir: tal vez haya elementos inenarrables de la experiencia, pero la clave para romper el aislamiento que genera lo que él llama “relatos imposibles de compartir” está en el vínculo, en el trabajo de conexión, en la relación entre quien habla y quien escucha. Aranguren (2016), estudiando casos de militantes del M19 sobrevivientes de torturas a manos del Estado y la cualidad inenarrable del horror, parecería concordar con Cyrulnik, él acuña el término “marco social de escucha” para señalar que enunciar las formas del horror requiere tanto de la disposición de la víctima para hablar, como de la posibilidad de ser escuchado, lo cual implica reconocer que eso se va a escuchar va a resultar, por pura defensa de nuestra propia psique, increíble.

El segundo elemento constitutivo de trauma según Peréz-Salas (2004) es que quiebra las suposiciones de lo que constituyen los referentes básicos de seguridad del ser humano.

Por ende, reconstruir estas suposiciones que se quiebran debe ser el núcleo del proceso terapéutico. Lo más interesante de esto es que reconocer “el significado del quiebre humano que supuso el hecho traumático” (p.34) implica adentrarse en las honduras de lo situado, de lo contextual; no sólo del drama humano sino del contexto social complejo que lo rodea y que le da sentido. La clave entonces es no suponer lo que se quiebra con el trauma, sino usar la curiosidad para profundizar en el mundo de sentidos que rodea a la persona que se atiende, para poder justamente acercarse a entender: “una visión victimista que ve al superviviente como necesariamente dañado, necesitado de ayuda, afectado, aunque lo niegue o rechace buscar ayuda, constituirá un error importante” (Pérez-Salas, 2004, p. 31).

Finalmente, la tercera característica es que puede llevar al cuestionamiento de la dignidad personal, en conexión con la culpa. Por ende, se podría decir que una parte fundamental del trabajo de acompañamiento a quienes sufren hechos potencialmente traumáticos es la desculpabilización. Desinstalar la culpa es uno de los pilares de la atención psicosocial a víctimas del conflicto armado en Colombia (CNMH, 2014), no sólo porque aporta a disminuir el malestar, sino porque muchas veces el discurso del victimario, que se podría comprender como una segunda victimización, pretende instalar la culpa en la víctima para desincentivar que busque justicia y promover que se mantenga el impacto material (cualquiera que este sea) del hecho victimizante.

El trauma desde la mirada diagnóstica

¿Debería existir o no un diagnóstico como el trastorno por estrés postraumático (TEPT)? La movilización política de los veteranos de la guerra de Vietnam en Estados Unidos buscando validar el vínculo evento traumático – impacto psíquico derivado de la guerra, fue la que logró incorporar el TEPT como diagnóstico al manual diagnóstico DSM III en 1980, lo cual “permitió que estas personas recibieran servicios de atención en salud mental que habían sido negados, asistencia financiera, aceptación pública” (Quosh y Gergen, p. 13).

Este diagnóstico es el único del DSM que especifica un evento etiológico y con eso pone sobre la mesa el dolor psíquico que emerge de un hecho violento o “traumático” y rompe la norma de los manuales diagnósticos de mantenerse al margen del contexto de la “locura”. Esta validación “proporcionó un medio sencillo para que la gente pueda explicar y hacer inteligible su angustia y su contexto sociocultural complejo” (Quosh y Gergen, 2016, p. 16); mandando el mensaje de que la guerra no sólo daña el cuerpo, sino que también puede generar trauma en la mente o en el espíritu y que eso era también sujeto de ser atendido por el Estado.

Sin embargo, los costos de resolver “esto” a través del diagnóstico podrían verse como la estandarización del sufrimiento, como si el TEPT fuera la única forma de sufrir después de un hecho traumático. Kimberly Theidon (2004), en su trabajo sobre las secuelas de la violencia derivada del conflicto armado sobre comunidades quechua hablantes del Perú advierte que una mirada estrecha basada en categorías diagnósticas genera lecturas limitadas sobre el daño. Asimismo también advierte sobre el riesgo de colonizar el lenguaje de las comunidades que han sido víctimas de hechos violentos, al suponer que deben utilizar este código para hacer de su sufrimiento algo válido para la institucionalidad.

Esta vía de incorporar el evento etiológico del trauma a través del diagnóstico también promueve la idea de que el costo que tienen que pagar las personas para “liberarse de las auto-acusaciones y las atribuciones de incapacidad personal (derivadas de “no saber qué les ocurre” cuando experimentan síntomas) es tener que ingresar al sitio de la enfermedad” (White, 2002, p.47). Es decir, el costo de que alguien se sienta parte del mundo que habita cuando lo transita de maneras que se perciben como distintas a la norma o cuando siente dolor o malestar psíquico, emocional o relacional es catalogarse con la etiqueta de enfermo, para poder acceder a los servicios que requiere. Distintas corrientes de la psicoterapia han elaborado extensivamente sobre lo nocivo que es fundir lo que se sufre con algo que se es, pero, paradójicamente, pareciera que sin esa etiqueta derivada del diagnóstico las personas se quedan sin herramientas políticas vitales para acceder a derechos y a un lenguaje común de la experiencia.

El trauma desde la mirada psicosocial: una apuesta latinoamericana

Por la misma época pero desde una óptica latinoamericana Martín-Baró (1990) buscó conceptualizar el sufrimiento, o trauma, derivado de vivir en un contexto de guerra civil: “no es necesario asumir alguna de las visiones psicológicas tradicionales sobre la personalidad básica para comprender que algún impacto importante tiene que tener la prolongación de la guerra civil en la manera de ser y de actuar de los salvadoreños. Es este impacto el que aquí se caracteriza como trauma psicosocial” (p. 78). Entonces, desde esta mirada, lo que permite reconocer el vínculo experiencia traumática – impacto psíquico no es la clasificación del impacto dentro de un criterio diagnóstico, sino el reconocimiento de la anormalidad del evento traumático por su cualidad límite.

Este es un giro clave porque a partir de esta elaboración se pone el foco en los hechos victimizantes, el peso de la “anormalidad” se le asigna al contexto social – desde una mirada marxista podríamos decir que se le pone el foco a las condiciones materiales e históricas-, mientras que las respuestas dispares y disímiles de las víctimas son reacciones normales a contextos anormales (Martín-Baró, 1990, p. 27). En este marco, el tipo de acompañamiento no puede pretender ser objetivo ni neutral, sino que debe reconocer el peso del contexto y establecer una postura ético-política en contra de la opresión, la injusticia, la persecución política o los hechos victimizantes. Elizabeth Lira (2010) llama a eso el vínculo comprometido que implica “una actitud éticamente no neutral [de quien acompaña] frente al padecimiento del [víctima], entendiendo que el trastorno o la alteración que presentaba era el resultado de una agresión infligida deliberadamente por sus ideas o actuaciones políticas” (Lira y Weinstein 1984, en Lira, 2010, p.19).

En Colombia, siguiendo esta tradición, la atención psicosocial a víctimas del conflicto armado no se organiza según criterios diagnósticos, sino según el hecho victimizante, o comunidad victimizada (en el caso de los daños, en clave colectiva): el criterio para la atención diferenciada o especializada es la comprensión del hecho que generó el sufrimiento, no el tipo de sufrimiento. Esto no quiere decir que no se teorice o elabore sobre los daños e impactos generados por el conflicto armado, el CNMH (2014) en su momento diferenció los daños en tres dimensiones: individual y colectiva, familiar, y diferencial; y los tipificó entre: morales, psíquico y emocionales, físicos o sobre el cuerpo, socioculturales, materiales y ambientales, políticos y al proyecto de vida. Sin embargo, esta tipificación no derivó de cumplir una serie de criterios diagnósticos individuales como condición para acceder a la atención necesaria, sino de una reconstrucción colectiva con las personas víctimas del conflicto armado sobre cómo aquello que la guerra les había arrebatado se configuraba como daños e impactos. Para entender el entramado complejo de los impactos del conflicto armado “debemos entender los significados subjetivos que las víctimas han atribuido a lo perdido durante la guerra” (Rebolledo y Rondón, 2010).

A su vez, el acompañamiento psicosocial desde esta mirada debe ser uno que procure performar en los vínculos aquello que la guerra ha diezmado, Serrato (2016) caracteriza este como “campo de interacción”, procesos que permiten “potencializar y valorizar las narrativas de afrontamiento y resistencia, las creencias, las prácticas sociales y culturales, los ritos; es decir, los recursos personales, familiares o comunitarios que contribuyen a la recuperación del mundo vital de los sujetos y el sentido de lo que se perdió o fracturó a raíz de los hechos violentos” (Serrato, 2016, p. 28, en Corporación Vínculos, 2019, p.28). La separación contexto – sufrimiento, tan evidente en la conceptualización del TEPT se vuelve borrosa, casi imposible de ver, desde esta mirada; abordar y transformar el contexto que genera malestar psíquico es inseparable de la intervención para aliviarlo.

Así, el acompañamiento psicosocial en Colombia, que se podría comprender como “adelantar acciones tendientes a integrar lo emocional y lo relacional con una comprensión desde el contexto” (Corporación Vínculos, 2009), es un entrecruzamiento entre lo emocional y lo sociopolítico, entre el trabajo subjetivo en el consultorio y el colectivo de reivindicación en las calles, donde el rol político del acompañamiento es fundamental.

Un hito clave en esta comprensión fue la Sentencia de la Corte Constitucional T-045 de 2010, que narra el caso de cuatro mujeres tutelantes, víctimas de la masacre de El Salado con afectaciones psicológicas graves cuya experiencia fue comprendida solamente desde los criterios diagnósticos y atendidas desde el modelo psiquiátrico, sin integrar la atención en salud mental con su atención en salud física, y sin darle un lugar a su experiencia como víctima. Es decir, sin integrar la experiencia social-comunitaria en su manera de comprender, nombrar y tratar las afectaciones de estas mujeres. La Corte determinó que este tipo de atención en vez de mitigar los daños los profundizó.

A raíz de esto, la Sentencia enunció que en materia de atención a víctimas del conflicto armado se requiere un enfoque psicosocial “por cuanto [este enfoque] resalta que las particularidades del sufrimiento de las víctimas dependen del contexto social y cultural de las personas, familias, comunidades y colectivos étnicos, (…) la vivencia de los hechos violentos genera fuertes impactos en la subjetividad de las personas, afecta los marcos de referencia (creencias) respecto a sí mismas y su estar en el mundo y en la constitución organizativa y simbólica de las comunidades a las que pertenecen” (Corte Constitucional, Sentencia T-045, 2010).

La determinación de la Corte no anula el uso de los criterios diagnósticos, pero deja a los profesionales de la salud en encrucijada: si se debe reconocer la dimensión colectiva-comunitaria en la comprensión del sufrimiento y el dolor ¿Qué tanta utilidad tienen los criterios diagnósticos? ¿Al usarlos se corre el riesgo, como enuncia Theidon de “sencillamente, no entender”? ¿Cuánta luz arroja los criterios diagnósticos sobre la salud mental de quienes han sido víctimas? ¿Es posible comprender la afectación a la salud mental de las personas que han sido víctimas sin los criterios diagnósticos?

Lecciones para lo clínico terapéutico: el impacto psíquico del racismo-colonialismo, el patriarcado y el capitalismo.

Esta apertura de comprender el trauma-en-contexto puede ampliarse fuera del contexto de la violencia sociopolítica y por ende podría invitar a entender el dolor y sufrimiento psíquico que se deriva de opresiones estructurales como el racismo-colonialismo, el patriarcado y el capitalismo. Para Fanon (2009), por ejemplo, los impactos materiales y psíquicos del proceso de colonización responden a un mismo fenómeno de explotación, y por ende enuncia la necesidad de construir una “sociogenética” que contribuya a una comprensión total de la opresión: “una acción pareja sobre el individuo y sobre el grupo. Como psicoanalista debo ayudar a mi cliente a que conciencie su inconsciente, (…) a que actúe en el sentido de un cambio de las estructuras sociales”. (Fanon, 2009, p. 100).

Machado (2021), por otro lado, elabora una categorización, partiendo del concepto de feminidad normativa de Benedicto (2018), de cómo se puede ver la feminidad normativa-patriarcal en clave de malestar emocional en mujeres que están en procesos de atención psicoterapéutica: modelos de perfección, desagenciamiento y culpabilización; derivando en un mandato implícito de valgo siempre y cuando cuido. Asimismo, acudiendo a las definiciones de masculinidad de Segato (2018) y Hooks (2021), la masculinidad como hegemonía se podría entender como “la permanente pedagogía de expropiación de valor y consiguiente dominación” (Segato, 2018, p. 16), así como la pedagogía en la desconexión emocional (Hooks, 2017), derivando por su lado en el mandato implícito de valgo siempre y cuando domine. La puesta en escena de la feminidad normativa junto a la masculinidad hegemónica en relaciones de pareja pueden, sugiere Machado (2021), derivar en la naturalización del rol de cuidado como inherentemente sacrificial de parte de quien está en el rol feminizado, y de obtener valor en el vínculo a partir de la dominación, de quien está en el rol masculinizado.

Chesler (2005), elaborando sobre las posturas de la psiquiatra Judith Lewis Herman en relación con el cruce entre los feminismos y estudios de género y la psicoterapia, reseña que unx terapeuta ideal debe hacer un compromiso colectivo y existencial con quien ha sufrido trauma a raíz del patriarcado (p. 34). Postura que resuena afín al vínculo comprometido de Elizabeth Lira.

Al entender el dolor o trauma en contexto se amplía la premisa de Martín Baró de despatologizar las respuestas ante el trauma, poniendo el peso y el foco en los contextos anormales, o de opresión, que terminan llevando a respuestas normales que generan malestar emocional y psíquico en quienes las sufren.

La nueva lectura del trauma: el TEPTc y el riesgo de su despolitización.

Van der Kolk, Pelcovits, Blaustein y Spinazzola (2005) sugieren que el TEPT sólo captura un aspecto limitado de la psicopatología postraumática y argumentan que el abuso o abandono infantil puede derivar en una sintomatología similar al TEPT y que por ende se debería ampliar la noción de trauma más allá de lo estipulado al momento en el DSM. Van der Kolk (1996), recoge la investigación de Lyons-Ruth (1996) en la que encuentra una relación entre desacople y desvinculación materna, y síntomas disociativos en la adultez temprana. En este sentido, el autor sugiere que el tratamiento, en estos casos, debe tomar en cuenta las consecuencias de haber vivido una infancia donde los y las niñas no fueran reflejados o sintonizados según sus necesidades en el marco del desarrollo. Teniendo en cuenta este contexto donde se genera el TETPc, Psiquiatras como Dr. Ham, le han llamado “trauma relacional” (Foo, 2022).

Eventualmente el diagnóstico es incorporado en el CIE-11 (1992), reconociendo las similitudes y diferencias clínicas con el TEPT y dándole un lugar al hecho etiológico que los diferencia, el primero deviene de traumas repetidos y prolongados sobre todo en la niñez, mientras el segundo se deriva de experiencias traumáticas en cualquier momento de la vida asociadas a desastres naturales, hechos de violencia, conflicto armado, entre otros.

El foco en esta tradición, al igual que con el TEPT, es en la clasificación diagnóstica, es decir, en cómo se ve clínicamente y cómo construir protocolos particulares para su atención. Carr (2024) advierte cómo el trabajo de Van der Kolk alimenta lo que ella llama el “giro corpóreo” del trauma que sugiere que éste sólo vive en el cuerpo y por ende sólo requiere ser comprendido e intervenido desde lo somático, generando una “literalidad traumática” que excluye discusiones políticas o sociales sobre los determinantes sociales de este sufrimiento. Haciendo un análisis similar, pero con el estrés Fisher (2009) dice “el capital enferma al trabajador, y luego las compañías farmacéuticas […] venden drogas para que se sienta mejor. Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado mientras que, inversamente, el descontento se individualiza y se interioriza” (p. 92).

Haciendo esta advertencia Carr (2024) sugiere hacer una lectura histórico-materialista del trauma, y específicamente el trauma complejo, para evitar su despolitización. Esto resuena con la historia del TEPT, donde la mirada excesivamente diagnóstica contribuyó a su despolitización, mientras que en el sur global donde se abordó el sufrimiento derivado de la guerra desde otras categorías se permitió un diálogo eminentemente político relativo a las condiciones materiales y sociales que generaban el sufrimiento.

Ahora, ¿Qué implica hacer una lectura histórico-materialista del trauma complejo? Se podría decir que requiere estudiar y considerar las condiciones históricas y materiales que generaron este tipo de sufrimiento particular, y dado su contexto de generación – el relacional-, esto deriva en la necesidad de abordar la capacidad para la reproducción social del capitalismo.

Fraser (2016), en su texto Contradicción del capital y los cuidados, habla sobre cómo la crisis de los cuidados que se vive actualmente es una crisis de la reproducción social; una crisis de la capacidad del sistema capitalista de garantizar la reproducción de la vida. La autora reconstruye desde un lente histórico cómo los movimientos del capitalismo para intentar resolver las tensiones en el marco de la reproducción han derivado en: primero, la relegación de las mujeres al trabajo de cuidado no remunerado y la consolidación de la familia burguesa; más adelante en la expropiación colonial en la periferia; luego en la desintegración de esta misma familia creada en el siglo XIX con el fordismo; y finalmente, en la centralidad de la deuda en la familia contemporánea de dos proveedores. Todos estos movimientos intensifican la contradicción entre la producción económica y la reproducción en el capitalismo y reflejan la incapacidad de las instituciones sociales del capitalismo de reproducir y cuidar de la vida.

Así las cosas, desde esta mirada el trauma relacional no es un accidente que ocurre en circunstancias anómalas en el marco de nuestra forma de estructurar el cuidado y la reproducción de la vida, sino que es, como diría Fromm (2002), un reflejo sobre la “cordura” de la sociedad misma, un síntoma social y relacional que evidencia grietas en la reproducción social. Una psicología marxista debe tener la capacidad de no sólo de conceptualizar el sufrimiento sino de abordar y cambiar las condiciones materiales que lo generan (Ferguson, 2023), en este caso, estas condiciones están íntimamente relacionadas con la estructura de organización social del capitalismo. Por ende, la politización del sufrimiento es urgente si verdaderamente queremos transformar sus determinantes sociales.

Conclusión

En conclusión, estamos ad portas de la fetichización del trauma (Carr, 2024), incluso de la salud mental en sí misma, es decir, de despojar al concepto de trauma, y de la salud mental, de las condiciones de su producción, de su historia o de las relaciones sociales que la crearon. Esto tiene un impacto no sólo en la forma en que la psicoterapia conceptualiza, comprende y atiende el trauma en el consultorio, sino en la manera en que cómo sociedad comprendemos la responsabilidad sistémica que tenemos en relación a la prevalencia de este síntoma social. Esta fetichización le permite al capitalismo seguir operando, procurando que los agentes de la salud atiendan las consecuencias sin generar conversaciones o movimientos organizados que permitan cuestionar las condiciones que generaron la llamada crisis de salud mental omnipresente en medios de comunicación y redes sociales.

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Sobre la autora:

María Juliana Machado Forero, Psicóloga y Politóloga por la Universidad de los Andes, Bogotá Colombia, cuenta con una maestría en Psicología Clínica por la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá Colombia. Contacto: [email protected]

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