Por favor, doctor/más de ellas/
Fuera de la puerta/ella tomó cuatro más…
“La vida es demasiado difícil estos días”
Oigo que cada madre dice
La búsqueda de la felicidad parece muy aburrida/
Y si tomas más de ellas,
Te ganarás una sobredosis
y ya no más la carrera hacia el refugio
del pequeño ayudante de mamá.
Ellos simplemente te ayudaron en tu camino
a través de tu mortal y ocupado día.
Jagger-Richards “Mother’s Little Helper” (“El pequeño ayudante de mamá”)
(traducción mía).1
El fin pareció llegar una tarde de mayo de 2012, cuando el psiquiatra me anunció por teléfono que ya no iba a darme más recetas para las benzodiacepinas que él mismo empezó a recetarme hacía 3 años. Para entonces yo consumía, bajo su supuesto control médico, tres clases de ansiolíticos, llegando a tomar hasta 6 miligramos por noche, junto con un antipsicótico que otro psiquiatra me había recetado no recuerdo desde cuándo, porque, según sus palabras: “Tú no puedes dormir por la angustia. Por eso vas a tomar Olanzapina (como si la Olanzapina “curara” la angustia). Ahora, además, el médico me acababa de recetar otro medicamento, porque según él tenía, además, TDAH. En esa época, pues, yo era un botiquín ambulante. Y de medicamentos psicotrópicos. Parecía consumirlos todos. Así que, tras el abrupto anuncio del psiquiatra (que nunca me aclaró por qué tomó esa decisión), tuve una oleada de terror. ¿Qué haría sin los ansiolíticos? De todas las que tomaba, las benzodiacepinas eran las únicas controladas. Todavía recuerdo que en el instructivo dentro de las cajas se afirmaba (supongo que todavía lo hacen) que, debido a su potencial adictivo, sólo se recomiendan en casos muy puntuales y como emergencia médica. Es decir, sólo para crisis transitorias. El psiquiatra me las recetó, según esto, para ayudarme a dormir. Y cuando le externé, en una sesión, que me preocupaba el peligro de la adicción, porque, a unos meses de tomarlas, ya me sentía adicta. Sonrió con displicencia y me dijo, en tono paternal, que estaba yo en “control médico” y que no tenía de qué preocuparme. Le dije, bromeando, que mi dealer no estaba en Tepito, sino en el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE. Pero él no sonrió de vuelta. En retrospectiva, yo le estaba enunciando una verdad enorme. Una verdad que finalmente me golpeó en la cara. Y también en retrospectiva, sé que no le hizo gracia mi chiste porque sabía que era verdad. Pero no por eso dejó de recetarme durante tres años. Tres años. Y el tiempo estimado de comienzo de adicción, creo que leí después, cuando buscaba con desesperación información en artículos científicos y libros, es de tres semanas.
Así que, inopinadamente, me dejó sin mis Pequeños Ayudantes. Ya para entonces, “curada” del insomnio e incluso de la depresión, y, sin siquiera advertirlo, me pasaba el día, todos los días, drogada. Pero no era “drogadicta”: tenía una enfermedad mental, (o, como ahora le dicen, eufemísticamente: “neurodivergencia”, como si perfumando el término lo pudieran hacer más accesible), o varias, según cada médico, provocadas por un desequilibrio químico en el cerebro, y estaba en control médico. No había nada qué temer. Mi vida estaba ya para entonces hecha pedazos, pero estaba tan drogada que no lo sabía. Sin trabajo, ni relaciones significativas, ni mi hija, cuya ausencia casi ni notaba. Pero no, no eran drogas. Los drogadictos –y se supone que lo sabía bien, pues soy psicóloga- consumen cosas ilegales y de dudosa procedencia que consiguen en el mercado negro. Son también los alcohólicos, incapaces de controlar su compulsión. Yo, al igual que mucha gente, en su mayoría mujeres, según supe después, no era drogadicta: era una respetable profesionista urbana de clase media que tenía trastornos mentales, a los que daba amplia difusión pues, caramba, ya es hora de quitar el estigma a la enfermedades mentales, y, gracias a los progresos en la Medicina, sólo teníamos “desequilibrios químicos” en el cerebro que se curaban a una, o cinco, o diez, pastillas de distancia. Atendidas por respetables médicos dentro de instituciones.
Así que todo me estalló en la cara esa tarde de mayo de 2012. Después de que el médico me colgara después de una frase que me sonó algo así como “Hágale Como Quiera”, entré en pánico. Pero calma, el ISSSTE está lleno de médicos que me van a seguir recetando porque necesito de eso para seguir funcionando, ¿no es cierto? O, en el peor de los casos, no faltaría el que pudiese comprar recetarios en el mercado negro. Ya. Todo solucionado.
Pero no. Aún hoy me sigo preguntando de dónde salió esa voz por primera vez. No era una personalidad distinta o un alienígena hablándome. Era yo. Y lo que esa voz me dijo es que eso se iba a terminar ahí y ahora. Que no iba a arrastrarme a conseguir pastillas. Total, ya para entonces vivía sola, y no tenía que depender de nadie para mi cuidado. Y que iba a cargar con las consecuencias, fueran las que fueran.
Cuando a los dos días se terminaron todas las que tenía, comenzó el síndrome de abstinencia. De él, recuerdo los primeros días en que todo mi cuerpo me pedía pastillas. Lo curioso es que me parecía como si ese clamor de todas mis células fuera completamente ajeno a mí. Simplemente lo ignoré. Llegaron los vómitos, los temblores y la tirantez de todos los músculos. Y el sentirse helada, y a los tres minutos morirme de calor. Y entonces llegó la revancha de las pastillas. Cuando a los tres o cuatro días mi cuerpo dejó de clamar por pastillas, cada noche, sin faltar, llegaban los ataques de pánico, cuyo principal síntoma es una especie de hielo en la sangre. No sé de qué manera podría describirlo mejor. Alguna vez leí en una revista que los ansiolíticos eran como un préstamo del banco: al principio todo bien y bonito, pero después hay que pagarlo. Y así fue. Parecía que toda la ansiedad acumulada (y supuestamente suprimida) de tantos años se manifestaba en infiernos helados todas las noches y tardaban hasta que el amanecer me permitía sólo unas dos o tres horas de descanso plagado de pesadillas.
Con la idea sólo de que me ayudara a pasar la abstinencia, le rogué una cita al psiquiatra. Me recibió de mala gana y muy grosero. Recuerdo que en el consultorio había una mujer de bata, sentada en su sitio habitual mientras él tomaba asiento en otro lado, lo que me pareció raro. Me dijo, encogiéndose de hombros, que no me preocupara, que ya se me iba a pasar. Cuando alcancé a preguntarle por qué había hecho eso, sólo dijo sin mirarme a los ojos: “fue una iatrogenia”. Ni idea tenía de lo que me estaba hablando; no supe sino hasta tiempo después, cuando leía un libro sobre Derecho cuando buscaba materiales de Bioética, que leí lo que significaba esa palabra, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Un error médico. Yo fui un error médico. Y ni siquiera me había pedido una disculpa. Me sentí como un experimento fallido al que hubieran engañado para participar. Y después se le hubiera despedido con una patada.
El síndrome de abstinencia como tal duró unas semanas. No volví a pedir ayuda, al menos para pasarlo. En algún lado de mi cabeza, esa voz me dijo que era importante que lo pasara sola, para que no volviera a tener la tentación de volver a tomar pastillas. En realidad, fue algo mucho más allá de eso. Al pasar todo sola, sin ayuda de ningún tipo, estaba empezando a tocar una cuerda que nunca, ni en los peores momentos de mi vida, había tocado y que hasta entonces no sabía que tenía, porque a partir de ese momento, sabía que si no lo hacía así iba seguramente a morir.
Todavía me pregunto cómo le hice para hacer eso. De hecho, toda mi vida, desde que recuerdo, le he tenido terror a estar sola, o, más específicamente, a la soledad. Por ese miedo me fui a vivir con el que sería padre de mi hija y me aferré a él en un infierno de once años hasta que me dejó. Y de ahí en una búsqueda angustiosa por encontrar un novio, una pareja, algo. No podía estar sola. El solo pensamiento me daba pánico. Pero la voz me decía que, para poder vivir, tenía que hacerlo.
La primera señal de que algo estaba yo cambiando para poder remontar la abstinencia en vez de aguantar pasivamente (y rogar porque no me muriera en el ínterin) fue obra de pura intuición. Una noche en pleno ataque de pánico, cuando ya no soportaba la sangre helada, la taquicardia, el terror de caer a un pozo sin fondo y de que ahora sí iba a morir, simplemente me senté en la cama, y, cerrando los ojos, dejé de resistirme al ataque. No sé cómo lo logré en medio del pánico, pero me dije, con esa voz desde el fondo de mi cerebro, que iba a pasar más rápido si no hacía nada. Me tomó varias noches, pero paulatinamente los ataques de pánico se fueron reduciendo hasta que por fin desaparecieron. Sólo con no resistirme a ellos. Hasta hoy, si algo me empieza a dar ansiedad, simplemente cierro los ojos, respiro y dejo que pase. Tiempo después, cuando aprendí a meditar (y a leer sobre filosofía budista), supe que había hecho lo que los budistas aconsejan basados en una premisa: todo es transitorio.
Recuerdo con mucha claridad una mañana en que, desde la cama, me dije que me sentía mejor, que sola había podido con la abstinencia y la había vencido. Y, en ese momento, la voz me dijo con dulzura: “Ahora es cuando empieza la verdadera prueba, porque todo, todo son relaciones sociales”, dándome a entender que tendría que enfrentarme al mundo exterior, que estaba sola y que no tenía idea de qué diablos hacer.
El nadir de todo eso llegó una mañana, poco después de eso, en que me miré la cara en el espejo. Obviamente, me miro al espejo todos los días. Pero esa vez fue terrible. Descubrí mi cara surcada de arrugas. Desde luego que, por muy feroz que hubiese sido el síndrome de abstinencia, no salieron de un día para otro. Pero hasta entonces ni siquiera me había percatado de ellas. Creo que fue el golpe más espantoso que recibí. Tenía ya 50 años, y la cara llena de arrugas. Fue un momento que hasta la fecha me cuesta trabajo recordar. En ese instante comprendí que había desperdiciado mucho, mucho tiempo. Todos los proyectos que había iniciado la friolera de 20 años atrás, todas mis ilusiones y el modesto nombre que había empezado a hacerme en mi campo con tan buenos augurios quedaron hechos pedazos cuando me di cuenta, no sólo del enorme desperdicio, sino de que físicamente nunca iba a ser la misma. ¿Para qué, entonces, tanto empeño en sobrevivir aferrada a mi intuición?
Según mi trayectoria de vida, en ese punto habría muy bien empezado a dejarme morir. Porque, a la par de que ese pensamiento me inundó, me invadió un sentimiento enorme de culpa, y su hermana, la vergüenza. Cómo pude haberlo hecho. Por qué lo hice. Destruí mi vida y sólo merezco morir. Una culpa y una vergüenza que todavía sigo trabajando, aunque hoy sólo con los resabios. Pero en esos momentos la sensación fue abrumadora. Me sentía en un abismo rascando las paredes sin saber cómo salir.
Al principio, todo fue ira contra los psiquiatras que me habían metido en eso. Al primero, el de la Olanzapina por la “angustia” y los diagnósticos como etiquetas de post it, lo apodé “El Egotista Ciego”, porque fue muy evidente que me había tomado como mascota para experimentar. Y, cuando le dije que la Olanzapina me había engordado (llegué a pesar 120 kilos, el doble de mi peso normal), y que había desarrollado diabetes y una condición cardiaca por ella, cosa que había averiguado leyendo artículos científicos, no porque él me lo dijera, me despachó diciendo que estaba gorda “por comer papitas”. Al otro psiquiatra lo apodé “El Cobarde Sonriente”, porque me había hecho adicta “con estricto control médico” y después me había tirado al abismo a que me las arreglara como pudiera cuando vio el resultado de su “iatrogenia”, y todo siempre con una sonrisa. Fue mucho tiempo de odiarlos, de planear en mi cabeza una y mil demandas. Demandas que estaba muy débil y muy enferma para enfrentar, y más porque sabía que estaba sola.
Y entonces otra vez la voz llegó: ellos tienen mucha de la responsabilidad de lo que te sucedió, pero por ahora no puedes hacer nada contra ellos, ni siquiera para llamar la atención y que no sigan haciendo “iatrogenias” con otras personas. Y también sabía muy bien que, como médicos, estaban protegidos por una sociedad que los veía (hasta la actualidad) como héroes, como salvadores, como mesías. ¿Por qué no? Yo también había caído bajo su influjo. Me había dejado llevar por una fe ciega en que estaba “en buenas manos”, que sabían lo que hacían, y que sólo velaban por mi bienestar. Y mi foco se fue muy lentamente de ellos hacia mí: necesito saber qué fue lo que pasó, qué hice para haber permitido destruir mi vida hasta ese punto, qué sucedió. Y para hacer eso, sabía que tenía que sumergirme en el pasado. Si iba a afrontar las consecuencias, al menos tenía que saber por qué. No podía morirme sin al menos saberlo. Aunque intuía que, si me había puesto en esa posición, era por reprimir recuerdos. Pero era mejor saber.
Hasta hoy no supe si el ACV fue producto del síndrome de abstinencia (tan brutal fue) o fue por la consecuencia del uso prolongado de los ansiolíticos, si en realidad lo tuve, cosa que hasta ahora dudo mucho. El caso es que un día empecé a notar que, aunque podía leer, no entendía nada. Que podía escribir, pero sólo podía escribir incoherencias. Que había episodios en mi vida, como por ejemplo el de una vez revisar el internet y descubrir, horrorizada, que había dado una entrevista por televisión en mis días de benzodiacepinas, y no recordaba absolutamente nada, o de personas que me hablaban y no recordaba siquiera haberlas conocido. Y lo peor fue que, al hablar con alguien en mis escasas salidas fuera de casa, con el que fuera, me trababa a media conversación porque, aunque sabía perfectamente qué quería decir, no encontraba las palabras para decirlo. Y la gente me empezó a evitar, con lo que me sentí todavía más sola.
Pasaría más de un año antes de que me mandaran un MRI y descubrieran que tuve 8 microinfartos cerebrales. En qué momento, no tengo idea, y aún, por diversas razones, dudo de ese diagnóstico, pero después descubrí que tuve afasias.
Sin embargo, en esos momentos creí que estaba, ahora sí, siendo presa de alguna enfermedad mental grave, lo que aumentó mi culpa y mi vergüenza. Y como siempre he preferido morir a dejar de leer (soy una auténtica rata de biblioteca), me dije que ninguna enfermedad mental iba a poder más que yo, que si había sobrevivido a la abstinencia no iba a morir sin volver a leer. Y me puse, horas y horas, a leer por párrafos. También compré un libro de crucigramas. El resolver el más fácil me tomó meses, pero lloré de alegría cuando pude hacerlo. Y volví, con el paso del tiempo, a leer y escribir. Lo del habla fue más lento en resolverse, porque, al aislarme prácticamente de todos, no practiqué mucho. Aún hoy de vez en cuando se me atora alguna palabra cuando hablo, y hoy trabajo frente a grupos, como lo hice tantos años antes, pero ya no me da ningún miedo: simplemente digo que no recuerdo la palabra exacta, que luego me voy a acordar, y así es. Nadie sabe que pasé por eso, como prácticamente nadie sabe, hasta ahora, que todo lo originó mi adicción a los ansiolíticos. Y más adelante explicaré por qué.
Pasó casi un año antes de que me atreviera a comprar un cuaderno y comenzar a escribir, empeñándome en recordar. Desde adolescente había llevado un “diario” y lo había dejado al entrar a la Universidad. Así que volví a escribir. Pero no iba a ser en forma de Diario. En él, dejé a esa voz como una especie de alter ego, cuyo diálogo me permitía reflexionar más. Como expresé, no era una personalidad alternativa, ni siquiera una que yo me hubiese inventado. Era yo, pero mirándome desde fuera. Como si fuera una terapeuta. Y si alguien se pregunta por qué no busqué una terapia, desde luego que la busqué. Fui con neurólogos, incluso fisiólogos, psicólogos e incluso me enviaron con un psiquiatra que quiso darme terapia (como si estuvieran entrenados para eso) y al que rechacé cuando supe que era el que atendía al padre de mi hija. Se ofendió mucho cuando le dije, con toda la amabilidad de la que era capaz, que eso era conflicto de intereses (por atendernos simultáneamente) y falta de ética porque, sabiéndolo, no me lo dijo, sino que yo lo descubrí. Me echó del consultorio cerrándome la puerta en la cara. Y la psicóloga, supuestamente entrenada en perspectiva de género, de entrada me reprochó que quisiera que me llamara Luisa en vez de María Luisa, que es mi nombre de pila, como si eso fuera muy importante. Y también la otra psicóloga, a la que acudí después de recordar, supuestamente especialista en víctimas de violencia sexual, al igual que la otra que me atendió años antes, sólo me echó la culpa de todo. Y ya fue demasiado. Afuera, en una banca y sintiendo las miradas curiosas de la gente que pasaba, con la cara bañada en lágrimas, me dije que tendría que seguir saliendo sola, sin ayuda.
Pero no fue así. Por lo menos, no con ayuda de profesionales. Cuando todos, incluidos mis mejores amigos hasta entonces me abandonaron literalmente, balbuceando excusas unos, y otros juzgándome duramente por mi “debilidad” pero apartándose de mí como si fuera algo contagioso, no estuve sola del todo.
Sé que mucha gente tiene de vez en cuando pensamientos suicidas. A lo largo de mi vida yo los tuve, pero no fueron nada comparados con los que me llegaron en ese tiempo, hasta el punto de planear seriamente mi muerte. Supe que iba a ser un hecho cuando todo dejó de importarme, incluso mi hija y mis gatos. Todo. Eso fue en el tiempo de las afasias. Tenía a la mano ya el método (sobredosis de insulina). La seriedad del pensamiento y la inminencia de lo que iba a hacer me asustó mucho. Y entonces, la voz volvió a resonar en mi cerebro, y llamé a mi hermano mayor, diciéndole que, si no hacía algo, yo me iba a matar. Quién sabe qué tono de voz habré utilizado, pero mi hermano, que nunca me tomó en serio y que de seguro iba a desechar mi llamada otra vez, sólo contestó que llegaba en 10 minutos, que lo esperara, algo insólito en él, porque además lo estaba sacando del trabajo, algo sagrado para él.
Y llegó en 10 minutos (cómo le hizo, no lo sé pues no estaba tan cerca). Y hablamos todo el día. Le hablé de las afasias, que en ese entonces no sabía que las tenía y que eran neurológicas, no enfermedades mentales, de la desesperación por estar sola y tener que enfrentar toda mi vida hecha ruinas. Me dijo que había hecho ya mucho por mí misma para sobrevivir, y que sabíamos que era muy probable que habría muerto si no hubiese hecho lo que hice. Si bien considero que no tuve ayuda de nadie, él, junto con el inmenso apoyo de otro de mis hermanos, quienes nunca me juzgaron y siempre me acompañaron, me salvó la vida. Junto con varios libros de Medicina, de Bioética, de Filosofía, de Psicología, como algunas obras de Freud y Jung que releí para comprender por qué, así como el libro El Malestar de la Mujer: La tranquilidad recetada de Mabel Burín, que finalmente, junto con varios libros sobre filosofía budista, me empezó a aliviar de la espantosa carga de culpa y vergüenza.
Así pues, me embarqué en una travesía que duró mucho tiempo en donde escribí, escribí y escribí. Recordé que, cuando tenía dos años de vivir con el padre de mi hija, en un arranque de celos, me violó. No fue sexo forzado, como trató de minimizarlo la supuesta experta en violencia sexual. Fue una violación que realizó sabiendo perfectamente dónde iba a doler más, manteniéndome la cara aplastada contra la cama. A pesar de mis gritos, de la sensación de asfixia, del dolor, no paró hasta que estuvo satisfecho. Cuando fui a terapia, la terapeuta me dijo que me lo había ganado “por enseñar las piernas”, que me hiciera responsable. Y ahí fue la entrada a un túnel oscuro, en donde yo me quedé con él “olvidándome” de lo que había pasado, sintiéndome muy culpable y agradecida porque no me había dejado. En ese entonces yo empezaba a despuntar como profesionista, y a ganar mucho dinero. Todo se me fue en mantener la casa, y a nuestra hija. A la par, empecé a tener depresiones muy fuertes. Con la violación “olvidada”, no tenía idea de la fuente. Y después fuimos, a instancias suyas, con una terapeuta de pareja, para “salvar la relación o ayudarla a bien morir”, como fueron sus palabras exactas. Yo fui como un zombie, obediente como siempre. Y entonces la terapeuta me mandó con el primer psiquiatra, quien prescribió el antipsicótico por “angustia de no poder dormir”.
La violación, sin embargo, no fue el principio de todo. Quise irme todavía más atrás y empecé a ver mi vida como una sucesión de traiciones a mí misma. Sólo que no lo sabía. En esta larga jornada, comencé a ver mi vida como nunca la había visto, pesar de haber estado en terapia varias veces. No era muy agradable, y muchas veces me forzaba a escribir llorando, pero sabía que me tenía que enfrentar a eso si quería, ya no sobrevivir sino vivir. Con la misma técnica intuitiva de la voz alterna que me ve desde fuera, firme pero cariñosa, tuve muchas epifanías. Entre ellas, que me estaba curando del terror a la soledad, un motor muy poderoso en mi vida pasada. Y otra, muy importante, que ya no dependía de las mentiras de los psiquiatras, porque, ni tuve brotes psicóticos cuando dejé las pastillas, incluidos los antipsicóticos, (algo que me decían constantemente), sino que ya había aprendido a manejar la ansiedad. También estaba aprendiendo a lidiar con la depresión con la misma técnica con la que escribía: la veo dinámicamente, como si fuera una mortaja muy cómoda pues es algo muy familiar, a la que recurro cuando no quiero lidiar con algo. Esa visión de la depresión como una manta fuera de mí que me ponía y quitaba me ayudó a comprender algo muy valioso. Tanto, que considero que fue el regalo más grande que la vida me dio: que, contrariamente a todo lo que había vivido toda mi vida, sólo de adentro de una misma está la respuesta a todo. Para alguien que siempre vivió alrededor de la opinión, y la aprobación, de los demás, que creía que mirar hacia dentro era aterrorizante y había que evitarlo a toda costa, porque seguramente iba a estar vacío, el hacerlo justamente fue lo que cambió toda mi vida.
El demostrarme continuamente que, gracias a las cosas que estaba haciendo mi vida se iba transformando, que lo estaba haciendo completamente sola ayudada por mi intuición, y que tenía que aprender a confiar en mí por sobre todas las cosas, fue la revelación de mi vida. Había empezado a mirar hacia adentro, y lo que estaba encontrando no era un vaso vacío, sino todo lo contrario.
Algo que fue pivotal en todo este proceso fue el replantearme, como nunca me había atrevido a hacerlo, mis relaciones con mis padres, ya muertos para entonces. En ese tiempo hervía de preguntas, sobre todo para mi madre, quien murió repentinamente a los 55 años y que me dejó (nos dejó) una sensación de orfandad que aún hoy continúa en mí. Con fotos viejas, muchos recuerdos y escasa preguntas a muy pocas personas comencé a reconstruir la historia personal de mi mamá, tratando de llegar al por qué, si yo siempre con arrogancia consideré que ella y yo éramos muy diferentes, sabiendo entonces que repetí mucho de su historia personal. Y que ella también había repetido partes de la historia de su madre. Una historia de mujeres de mi familia repetida por generaciones. Y lo que nos unía era una educación en donde el abuso sexual, psicológico, verbal y físico fue frecuente, en donde nuestra obligación era hacernos de un hombre y soportar lo que fuera con tal de que no nos dejara solas. Así de crudo y de resumido lo quiero poner. Cada una de nosotras, mi abuela, mis tías, yo, y quién sabe cuántas repetimos y repetimos los mismos patrones.
Ésa fue mi puerta de entrada a comprender qué había pasado, qué había hecho yo para dejar toda mi vida en manos de otros, sin hacerme responsable de ella. ¿Que estuve muy influida por mis ideas feministas? En realidad, había sido para entonces una “feminista” muy tibia. Hasta que me enfrenté con todo ese dolor supe lo que en verdad era ser mujer en esta sociedad, porque sabía que toda esta historia la comparto con muchas, muchas mujeres. Y supe por qué somos las clientas favoritas de los psiquiatras, y por qué nos debatimos toda la vida siendo clientas de terapeutas que, lejos de orientarnos a nuestro propio enfrentamiento para obtener verdaderos resultados, nos mantienen por años en terapias inútiles.
Pero no hubo un momento de “liberación”, ni un “despertar espiritual” que te venden en muchos escenarios. No hubo, ni creo que lo haya, un momento de “antes” y “después”. A lo que me refiero es a que me embarqué en un proceso en el que no voy a encontrar un final sino hasta que muera. No me siento “especial”, ni me interesa salvar a nadie de nada, ni siquiera advertir de nada a nadie. Cuando pedí ayuda a mis entonces “mejores amigos”, quizá por el desconcierto al verme tan diferente, no sé, simplemente dejaron de hablarme, no sin antes emitir juicios muy severos contra mi “drogadicción”. Incluso mi propia hija, años después, me gritó “drogadicta” en la calle cuando le conté, tiempo después de no vernos, que ya no tomaba nada y que mi vida era muy diferente. Y entonces me cerré. Era, y sigue siendo más fácil, decir que todo lo que pasé fue por el ACV. Y hace tiempo desistí, en mis tímidos intentos, de tener un diálogo con muchas mujeres, apologistas de los medicamentos psiquiátricos, porque prefieren eso a enfrentarse y resolver su vida. ¿Cómo podría culparlas, si yo lo hice, y todavía hasta hoy sigo lidiando con la culpa de eso?
Aunque físicamente he podido recuperarme (no he dejado de agradecer a mi cuerpo por haber resistido lo que resistió, y sigue resistiendo), mi autoestima quedó hecha pedazos. En el proceso, descubrí que toda mi autoestima, toda mi vida, había tenido un solo sustento: mi supuesta “inteligencia”, que era lo que todo mundo me elogiaba, hasta mi seca madre, quien en toda su vida fue lo único que me había reconocido, al menos verbalmente. Después de eso, no sólo había tenido que reaprender a leer, a escribir y hablar fluidamente, sino que además, ¿cuál inteligencia si todo lo eché por la borda al permitir tanto? No podía trabajar por el terror a trabarme hablando con alguien (y menos frente a grupos, algo que hasta entonces había constituido mi modo de vida y que me daba enorme placer), y ciertamente que tuve algunas entrevistas para trabajos realmente muy buenos, pero que siempre terminaron mal por eso. Para mí, por mucho tiempo el trabajo, otrora tan abundante, se terminó. Estaba ya tan acostumbrada a la soledad, cuya evitación fue por toda mi vida mi motor, que ahora sólo quería estar sola. Mucho más fácil. Pero era algo que sabía que era insostenible, una contradicción en sí misma. No había sobrevivido a tanto sólo para dejar que otros me mantuvieran y que me la pasara cómodamente en una concha. Y comenzó otro proceso, mucho menos doloroso pero igual de desafiante: el construir una autoestima con algo que no tenía. Es decir, si había tenido que salvar mi vida recurriendo a fuerzas y métodos que no sabía que tenía, y que nunca creí tener, ahora tendría que construir una autoestima sin que estuviera basada por entero en mi “inteligencia”. Y lo único que tenía para construirla era justamente el proceso por el que he pasado todos estos años.
Si bien sé que mi “inteligencia” conserva mucho de su chispa original, y que la intuición que utilicé para rescatar algo que desesperadamente necesitaba para sobrevivir, el hecho de que casi la perdí me hizo mucho menos arrogante en relación con ella. Como digo: esto me enseñó humildad. Y me enseñó que hay mucho en lo que no tengo control. Pero en lo que sí puedo tener control, lo voy a planear y a ejercer.
Aprendí a confiar en mí. No ha sido nada fácil, pero si alguna vez me escribí que sólo escribía autoindulgencias, me respondí que las pruebas de que no lo eran fueron los resultados que obtuve. Y todo, en muchos momentos, fue teniendo forzadamente que confiar en mí.
Cuando estaba en mitad de las afasias, que me la pasaba en la iglesia de la colonia llorando, pidiendo a Dios que por favor me consiguiera trabajo, como si eso fuera a sacarme de todo el berenjenal en el que estaba, un día me llegó una epifanía: nunca te va a llegar ninguna respuesta desde afuera. Eso es lo que esperaste tu vida, y mira ahora dónde estás. Cualquier respuesta te va a llegar, siempre, de adentro. Lo que es, es, y cualquier intento de disfrazarlo sólo va a provocar que pierdas el tiempo. Ya te enfrentaste a cosas que sólo pasa mucha gente estando sedada (como el síndrome de abstinencia), y lo hiciste con plena conciencia. Después de eso, desde luego puedes con dolores que creías que no podías. Y desde entonces no regresé a la iglesia. A ninguna. No lo hago por arrogancia. Simplemente prefiero, aún con todas mis dudas, y peleando contra la vergüenza y la culpa que todavía me quedan, volverme a mí en cualquier crisis. No hacerlo me implica necesariamente depresión y mucha ansiedad.
Y ahora qué. En mi paso por las redes sociales, principalmente Facebook, a la que me metí exclusivamente para obligarme a interactuar con otros perfiles y en donde con el paso del tiempo he podido comunicarme de forma más eficaz y coherente, descubrí que, mucha gente entre mis contactos, en especial mujeres, confiesan libremente ser consumidores de drogas psiquiátricas, amparándose en supuestos diagnósticos psiquiátricos como TLP. Para mí fue toda una revelación, que cuadraba perfectamente con todos la literatura que había revisado (en especial, los libros de Whitaker, con respecto al tema médico, y los de Burin, referidos a toda la cultura de las drogas recetadas y las aparentes enfermedades mentales como una manifestación cultural en donde se nos conservan muy bien explotadas a las mujeres –increíblemente también a las que se denominan, o nos denominamos, feministas–, pero este es un temota al que hace mucha más falta más investigación que la que le pueda dedicar en unos párrafos), más porque yo me sentí plenamente identificada con ellos: aferrándome a un supuesto diagnóstico (el Trastorno Bipolar, que mágicamente desapareció cuando corté definitivamente con cualquier medicamento psiquiátrico). Y no sólo eso: la reacción que tienen al tratar de hablar sobre el tema es la misma que yo tenía cuando alguien me señalaba que el uso de estos medicamentos era una muleta: de una defensa tan visceral que llega incluso a la violencia. No importa qué tan racional quieras parecer y les cuentes por lo que pasaste, el rechazo ha sido frontal y definitivo. Ahí me di cuenta que, a más de parecer cristiana renacida para ellos, (algo que me repugna enormemente), esta epidemia no va a ser combatida con comentarios. Es algo que tiene que cambiar a nivel cultural, algo que nunca va a ser fácil, pero que nunca se va a acabar si no lo destapamos. Ergo: hay que hablarlo. En estos momentos incluso yo misma me estoy cuestionando no sólo el valor de lo que estoy expresando aquí sino el temor por las consecuencias de comenzar a hablar acerca de un proceso personal terriblemente doloroso sin que se me juzgue o se me discrimine. Pero tengo que hacerlo. Por mí y por todas las víctimas de una “iatrogenia” cultural que parte de creernos tan débiles y tan incapaces de pensar por nosotros mismos que compramos de por vida la idea de que la solución está a una pastilla de distancia. Es la primera vez que hablo, o más bien, escribo, fuera de muy pocas personas, de todo esto. Y quise centrarme en lo que propició todo esto: mi relación con los fármacos psiquiátricos. Antes me decía que el hecho de saber que fui parte de una enorme masa que cayó en esos patrones de vida no me hace menos responsable, pero ahora quiero empezar a hablar sobre ello. No como una cruzada, ni como una vocera. Repito que no me interesa ser la Iluminada de nada, ni hablar en nombre de nadie. Simplemente porque la voracidad de las compañías farmacéuticas, la irresponsabilidad de los médicos y sus “iatrogenias”, y, sobre todo, que es posible una vida más allá del sopor tan cómodo para los que nos prefieren ver así (y en nosotros que no nos atrevemos a creer en nosotras mismos), me impulsa cada vez más a abandonar de una vez por todas mi vergüenza y a tratar de que las cosas sean un poco diferentes para alguien. A ver.
1
Quise titular este texto con el nombre de una canción de los Rolling Stones. Costumbre mía de marcar
algunos pasajes de mi vida con canciones significativas, tan significativas que, al escucharlas en contextos
específicos, han provocado verdaderas epifanías. En este caso, la asociación provino después de una, a la
que llamé La Decisión.
En su parte medular, la canción refiere a ciertas pequeñas píldoras amarillas a las que recurre “mamá” para
calmarse ante las vicisitudes de la vida. Las estrofas que traduje son las que siempre me hacen llorar. Pero
ahora sólo porque sé que he trascendido a esos Pequeños Ayudantes de Mamá.
Increíble la fortaleza interior que se necesita para superar una situación como la que describes. Creo que la mejor enseñanza ante cualquier problema existencial, es buscar la solución en el interior de uno mismo.
Gracias Luisa.
No puedo sino estar sorprendido, y esto por varias cosas: atreverse a exponer una etapa de la vida propia es un asunto de mucho valor (y más en nuestra sociedad tan puritana y moralista); el haber sobrevivido a todos esos años de droga; el haber sobrevivido al momento de consciencia obligada es lo más doloroso, creo yo. Alguna vez mi terapeuta me dijo –hace algunos años– que a la gente le gusta vivir drogada. Incluso hablamos del caso de Michael Jackson. Pero ¿es verdaderamente gusto al comienzo? Al leer experiencias como la tuya me doy cuenta de que tal vez deriva en eso, pero no comenzó así. Un saludo.