Prólogo

Escribí este ensayo hace un año, en 2020, como entrega para una asignatura de la Licenciatura en Psicología. Si bien era una tarea escolar, cobró mucha más relevancia para mí pues fue una oportunidad de reflexionar entorno a experiencias personales que he vivido respecto al sufrimiento psíquico y el abordaje que la psiquiatría tiene del mismo. Un año después de haber escrito este texto sigo pensando y planteándome alternativas para acercarme a mi malestar más allá de una mirada reduccionista que me aleje de entender mis síntomas al adjudicarlos a un diagnóstico concreto, pues me niego a creer que la complejidad de las personas pueda simplificarse de la manera en la que la psiquiatría convencional lo hace.

Respecto al sufrimiento psíquico y el abordaje que la psiquiatría tiene: reflexiones a partir de mi experiencia.

A veces leer sobre sufrimiento resulta doloroso cuando nos ha tocado sentirlo en el cuerpo y el alma, cosa de la cual creo que nadie queda exento. Me resulta curioso cómo a pesar de que la conformación del aparato psíquico sea un fenómeno único e irrepetible en cada sujeto debido a que implica un sinfín de factores, sea tan común encontrarse en las letras de autores de otros países, con otras historias e incluso de otros tiempos, y fue justamente eso lo que me sucedió en el octavo trimestre de mi carrera, lo cual me llevó a escribir este ensayo.

Considero que este hecho de reflejarnos en el dolor del otro, en la música que escuchamos, las películas que vemos o los libros que leemos, probablemente se deba a que el sufrimiento es algo inherente al ser humano, y me cuestiono entonces, si es algo natural, ¿por qué se le ha cargado una connotación tan negativa? A menudo pareciera que se ve el sufrimiento como un tumor que debe ser extirpado lo antes posible, pues debemos aspirar a un bienestar integral. A un estado anímico que nos deje relacionarnos con nuestra persona y con las personas que nos rodean de una manera sana, lo que sea que eso signifique.

            Para continuar desarrollando esta idea quiero apoyarme del libro Lo normal y lo patológico (1971), de Georges Canguilhem. Hablar de lo normalimplica hablar de la institución de una norma, de cuestiones estadísticas que reducen al sujeto a una tendencia numérica, hablamos de lo que es común, de lo que se encuentra en la mayoría de los casos. Canguilhem propone entonces que lo normal es simplemente un juicio de valor: “una generalidad observable que adquiere el valor de una perfección realizada. Un carácter común que adquiere el valor de un tipo ideal.”, por lo tanto, ser normal suele imponerse como lo deseable. Es así como la anomalía tiende a considerarse patológica y tomarse como una molestia e inclusive un obstáculo que, como mencionaba en el párrafo anterior, debe ser eliminado. Existe también el caso de que la anomalía no sea considerada patológica, puede de hecho llegar a ser ignorada, pero esto sucederá solo en la medida en que “carezca de expresión en el orden de los valores vitales”, o, dicho de otra manera, en la medida en que la anomalía permita a la persona ser funcional y servir al sistema.

            Desde que leí este texto de Canguilhem comencé a cuestionarme muchísimas cosas, empezaron a asomarse varias inquietudes, a hacerme ruido muchos pensamientos y a moverse en mí varios sentimientos que había tenido acallado por un buen rato, desde ahí debí sospechar que sería un trimestre denso no sólo a nivel teórico, también a nivel personal.

            Cuando se trata de sufrimiento psíquico, es muy común que salga a colación todo este meollo de la patologización. Sentirse atormentado o tener cualquier tipo de malestar psíquico puede llegar a sentirse sucio y turbio, o al menos así lo he sentido en mi experiencia, ya que, al tratarse de un tema tabú, no sabemos cómo lidiar con él y por lo general queremos sepultarlo lo antes posible. Sin embargo, esto no sucede, no podemos eliminar el sufrimiento por arte de magia y esto puede llegar a ser paralizante, esto puede llegar a considerarse una anomalía por las clases dominantes, pues así como cuando hay un malestar corporal intenso, dejamos de ser funcionales y llega a derivar en catalogarse como patología. Esto me parece preocupante, pues si no se cuestiona, “muy pronto cualquier actividad considerada antisocial, o, simplemente, “extraña”, será marcada con la etiqueta de lo “patológico” y será, por tanto, susceptible de ser separada del concepto establecido de “normalidad” y corregida y controlada mediante dispositivos disciplinarios”  (Álvarez Peláez, Huertas y Campos 1997). Aquí entra en juego el término que Darian Leader referencia en su libro ¿Qué es la locura?: el culto a la curación.

            Para ejemplificar esto, me permito recurrir a mi experiencia. Hace un par de años tuve algún tipo de crisis, no fue la primera, tal vez tampoco la más fuerte que he tenido, sin embargo, fue la gota que derramó el vaso que parecía lleno desde hacía ya tiempo. Realmente no recuerdo con exactitud qué sucedió esa noche, todo parece borroso cuando intento hacerlo, pero recuerdo que no podía dormir debido a una sensación de asfixia muy abrumadora, sentía que mi cuerpo me apretaba, como si no me perteneciera y no encajara en él. Todo esto me resulta difícil de escribir, a pesar de reconocer la ambigüedad de mis palabras, pues lo tuve encerrado en el baúl de las incomodidades por mucho tiempo, no obstante, creo que si no tomaba esta oportunidad para intentar exteriorizar un poco de las experiencias que he tenido, se seguirán empolvando en ese baúl extraño.

            Esto lo traigo a colación ya que después de esa noche tomé la decisión de finalmente hablar con mi mamá sobre lo que había estado sintiendo en las últimas semanas, esto de manera superficial ya que el malestar psíquico se había convertido en un tipo de secreto familiar después de una situación desagradable que no supimos manejar años atrás. Le pedí que me ayudara a encontrar una psiquiatra pues ya no sabía cómo lidiar con “el Horla” que me acechaba. Ahora con los conocimientos que tengo y con el punto de vista crítico que he ido formando al respecto creo que debí de haber buscado otras alternativas y escapado de ahí pues todo apuntaba a que sería una experiencia horrible, sin embargo, en ese momento no logré verlo así por más que algo no terminaba de cuadrarme.

            Fui con un psiquiatra que labora en un hospital más o menos reconocido en Puebla, cuando entré al consultorio me sentí muy extraña, era un consultorio cualquiera, un espacio pequeño, con una cama de hospital y otros cuantos objetos médicos. La consulta habrá durado aproximadamente unos veinte minutos, fue muy breve, y en esos pocos minutos el médico me dijo “yo creo que tienes Trastorno bipolar, vamos a hacerte una prueba de sangre para confirmarlo y en la próxima cita comenzamos tu tratamiento”, ¿cuáles fueron sus fundamentos para decirme tal cosa? Muy, muy sencillo, dibujó tres líneas horizontales y me dijo que la de en medio era el sentirse “normal” (sí, efectivamente utilizó el término normal, lo cual en este momento resulta conveniente para ejemplificar un poco lo que comentaba con anterioridad), que la línea superior era el sentirse en un estado de bienestar acentuado y que la inferior era el sentirse en un estado de malestar profundo, me pidió que trazara una línea que ilustrara cómo me había sentido en las últimas semanas, evidentemente no tracé una línea recta pues no me había sentido en plenitud pero tampoco consideraba que estuviera por los suelos todo el tiempo. Éste, tal cual, fue su criterio para decir que fluctuaba entre distintos estados de ánimo y, por lo tanto, tenía un Trastorno Bipolar.  Para terminar de contar el chiste, el estudio que me mandó a realizar como pauta definitiva para el diagnóstico fue una litemia, estudio que mide el litio en la sangre. Hasta la fecha no entiendo la relación de este estudio con su diagnóstico.

            Para no desviarme de más, creo que este ejemplo es uno de los tantos que se puede utilizar para demostrar que el fin de la psiquiatría, al menos como institución, es diagnosticar al “enfermo mental” centrándose únicamente en los síntomas (e incluso, a menudo, ni siquiera se presta atención o interés para saber cuáles son los síntomas) y cómo menciona Darian Leader: El sujeto psicótico ha pasado a ser considerado como un objeto al que tratar más que como una persona a la que escuchar.”, ¿y para qué es importante tratar al sujeto? Para que pueda mantenerse en la línea de en medio, la línea de lo normal. Para poder “rehabilitarles” a la norma, dejando por completo de lado la posibilidad de reconocer que hay otras formas de existir fuera de la norma y que la diversidad no es sinónimo de enfermedad. Por lo que coincido completamente con Leader cuando afirma: “Por muy válidos que creamos que son estos conceptos de enfermedad y salud, estoy convencido de que debemos dar importancia al mundo interior y a las creencias de cada individuo, y tratar de no imponer nuestra forma de ver el mundo.”

            Por todo lo anterior mencionado, creo que es importante que comencemos por escuchar lo que los síntomas de las personas que atraviesan un sufrimiento psíquico intentan decirnos, alejándonos de la finalidad de diagnosticar o catalogar a la persona como enfermo mental, despojándonos también de la idea de que este malestar debe ser curado, pues como “en sus primeros trabajos de la década de 1899, Freud sostuvo que la mayoría de los aspectos del sufrimiento humano están relacionados con el modo en que nos defendemos de los pensamientos o de las imágenes que nos perturban.” (Leader 2013). Y precisamente nada de esto hicieron, ni intentaron, los dos psiquiatras que consulté, pues al escuchar que llegué con el diagnóstico de “Trastorno bipolar” cualquier malestar que externé, lo adjudicaron a ser un síntoma del mismo, alejándose de buscar qué los causaba, o si había algún síntoma que no cuadrara en el diagnóstico (porque los había). Tampoco me dijeron qué hacer con mi malestar más allá de acallarlo con psicofármacos, ni me recomendaron buscar un proceso psicoterapéutico o un acompañamiento grupal.

Continuando las formas de sufrimiento psíquico que desarrolla Freud me apoyaré de uno de sus textos que más me ha movido el suelo: Duelo y melancolía. Freud plantea que

“La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y auto denigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo.”  (Freud, 1917 [1915])

 Comenzar a leer sobre melancolía ha sido un gran reto para mí, sobretodo porque en este momento de mi vida no me encuentro precisamente estable, aunque en este punto también me estoy cuestionando qué puedo llegar a considerar un estado de estabilidad y qué es lo que ello implica.

Fue William Styron, con su libro Esa oscuridad visible, quien consiguió verdaderamente tocar el sufrimiento que tanto había tratado de censurar en las últimas semanas e inspirarme y animarme a escribir un texto como el presente. Pude leerme en sus letras, pude encontrar a esa adolescente asustada que he comenzado a abandonar de nuevo en los últimos meses. Esa María de 16 años que cayó en lo que me atrevo a decir fue una profunda melancolía, detonada por la una ruptura amorosa, que, como menciona Freud en Duelo y Melancolía sabía a quién perdió, pero no lo que perdió en ella; que llegó a una cancelación del interés por el mundo exterior llegando a una delirante expectativa de castigo. Día con día parecía hacerse más y más grande el vacío en el pecho, había días en los que podría pasar horas mirando mis manos sin entender por qué se sentían tan ajenas a mí, evitando los espejos porque el reflejo a menudo mostraba a una persona que parecía desconocer. Entre las numerosas citas de Styron que me atravesaron, algunas de las cuales aún no me siento lista para reflexionar lo que movieron en mí, hay una en particular que me brincó mucho:

“Esta certeza me asombró y me llenó de un nuevo terror, pues, aunque desde hacía ya tiempo los pensamientos de muerte eran corrientes durante mi asedio, soplando por mi mente como heladas ráfagas de viento, constituían, supongo yo, las amorfas imágenes de perdición con que suelen soñar quienes se debaten en las garras de afección tan grave.”

Las palabras certeza, terror y muerte comenzaron a dar vueltas y vueltas por mi cabeza, remontándome a un momento que he procurado mantener en el olvido. Una ocasión de las tantas en las que me encontraba llorando desesperadamente con tanto ruido en mi mente que ya no lograba distinguir cuál era el motivo de mi tristeza, llegó un pensamiento repentino que parecía completamente certero: no llegaría con vida a los 18 años; no sabía cómo ni en qué momento exacto sería mi muerte, pero tenía la certeza de que una persona no podía vivir con tanto dolor.  Nuevamente, no recuerdo qué siguió a ese episodio, ni cómo desapareció esa certeza o cómo logré gestionar ese dolor.

            Desde que comenzó el confinamiento por COVID-19 todos esos fantasmas que permanecían dormidos mientras yo llevaba una vida distracciones, han comenzado a despertar. Parece que han estado al acecho y la situación actual les da una ventaja grande, el encontrarme encerrada en un espacio que parecía no pertenecerme del todo, el estar lejos de mi familia, el pausar de cierta forma mi activismo y sentirme distante de mis amigas y compañeras de lucha; aunado a la creciente incertidumbre del qué pasará después, parece divertirles tanto que habían estado esperando a que se cocinara un buen manjar del cual alimentarse y anoche fue el gran festín. Aunque por pocas horas, volvió la familiar sensación de nulo interés por el mundo exterior, todo parecía carecer de sentido, le escribí a una amiga cercana diciendo que ya no sabía qué estaba haciendo y, sobre todo, no sabía para qué. Tenía este escrito a medias pues me estaba resultando tan pesado que preferí iniciar uno nuevo sobre el contraste del caso de Schreber con el de un personaje ficticio, pero simplemente no fluyó. Dieron las 12 a.m. y al pasar la hora de entrega, comenzaron los pensamientos tormentosos de auto denigración, sentimientos de insuficiencia e incapacidad.

Me sentí enormemente frustrada, tuve la impresión de estar atrapada en una contradicción. Estaba quedando inmersa en un absurdo sufrimiento al tener que escribir un ensayo sobre sufrimiento psíquico. Mi cabeza daba vueltas y vueltas, debía terminar un ensayo, pero ¿qué tan relevante era verdaderamente enredarme en mi frustración por una entrega escolar? ¿debería ignorar mi malestar para hacer un escrito? En esas condiciones no escribiría nada con lo que pudiera quedar conforme, aunque era mejor entregar algo que no entregar nada. Pero ese podría llegar a ser un pensamiento mediocre, y yo no podía permitirme caer en la mediocridad, no podía seguir defraudándome. Por otro lado, tampoco debía defraudar a mis padres que finalmente son quienes me mantienen y apoyan para terminar mi licenciatura. Pero también entra en juego la politización de los síntomas, del malestar, ¿entonces estaría dejando de lado mi postura política para ser funcional? Todo daba muchas vueltas, fue mucho ruido y desgaste, hasta que llegó un punto en el que todo se silenció, no quedó nada más que una sensación de vacío.

Volveré un poco a Lo normal y lo patológico, Canguilhem cita a Jaspers (1933) sobre lo que es deseable en la vida humana:

la vida, una larga vida, la capacidad de reproducción, la capacidad de trabajo físico, la fuerza, la resistencia a la fatiga, la ausencia de dolor, un estado en el cual se note lo menos posible al cuerpo fuera del gozoso sentimiento de existencia”

La cuestión de lo normal y lo anormal y lo sano y lo patológico, es una cuestión política, pues son las clases dominantes las que se benefician de estos estados al lograr servirse de los sanos, funcionales, y quitar de la ecuación a los enfermos, que al sistema sólo estorban. Marcando así una tendencia por querer curar y rehabilitar a las personas que se encuentran en un estado de sufrimiento psíquico, y de no lograrlo, entonces entrará en juego el encierro, como lo vimos en el caso de Schreber. Es evidente que los sistemas asistenciales, como toda institución superestructural, sirven en última instancia para mantener o crear las condiciones que permitan la reproducción del sistema.” (Álvarez Peláez, Huertas y Campos 1997)

El presente texto me llevó a reflexionar en torno al abordaje tan absurdo que suele darse al malestar psíquico desde la psiquiatría, como institución, pues pasé por tres pésimas experiencias con tres distintos psiquiatras, lo cual tuvo como efecto un aletargamiento notorio derivado de un tratamiento farmacológico inadecuado. Posteriormente logré por fin encontrar un psiquiatra que se preocupara verdaderamente por escuchar de manera atenta y activa mis inquietudes y que, con tiempo, paciencia y, sobre todo, un trabajo conjunto, pudiera notar cambios positivos en mí, aunque para este momento el malestar era principalmente derivado de efectos secundarios de los tratamientos anteriores. Me parece importante destacar que no es que yo haya tenido una mala suerte al encontrarme con tres psiquiatras que no lograron escucharme, sino que, como lo he expuesto con anterioridad, esto es resultado de lo que la psiquiatría, como institución, persigue: el culto a la curación.

Por otro lado, escribir este ensayo me resultó verdaderamente angustioso y amargo, me costó lo que se sintió como un quiebre, cosa que llevaba un rato sin experimentar a tal grado; pero me llevó también a abrazar el dolor y a reconciliarme, por lo menos de manera temporal, con sentimientos y pensamientos que llevo meses intentando apaciguar con cuatro pastillas al día: tres por la mañana y una por la noche. Un antidepresivo, un estabilizador del ánimo y un antipsicótico. Me permitió reflexionar sobre mi sufrimiento y el sentido que quiero darle al mismo, me llevó a recordar que no todo tiene por qué ser blanco y negro y la politización del malestar psíquico no se traduce a dejarse arrastrar por el mismo, sino buscar matices grises en los que no tengamos que ignorar al mismo para lograr servir al sistema, pero tampoco ahogarnos en él despojándonos así de nuestros propios intereses. Rescato también la importancia de buscar un abordaje integral respecto al sufrimiento psíquico, pues si bien los tratamientos psicofarmacológicos pueden llegar a ser beneficiosos en casos concretos (y sólo si el/la psiquiatra está verdaderamente cualificado/a y parte de una escucha atenta), es tan solo una de las aristas; por lo que es oportuno buscar también acompañamientos psicológicos y sobre todo, redes de apoyo.

Referencias

Álvarez Peláez, Raquel, Rafael Huertas , y Ricardo Campos. «Entre la enfermedad y la exclusión: Reflexiones para el estudio de la locura en el siglo XIX.» Historia contemporánea, nº 16 (1997): 47-66.

Canguilhem, Georges. Lo normal y lo patológico. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina, 1971.

Freud, Sigmund. Duelo y Melancolía. Vol. XIV, de OBRAS COMPLETAS. Buenos Aires: Amorrotu, (1917 [1915]).

Leader, Darian. ¿Qué es la locura? Madrid: Sexto Piso, 2013.

Styron, William. Esa visible oscuridad. ePub Libre, 1990.

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