Mano de madera con símbolo de género femenino, sobre fondo rosa
Mano de madera con símbolo de género femenino, sobre fondo rosa

Como Phyllis Chesler nos advertía, ya en 1974, el sesgo de género ha acompañado al poder psiquiátrico a lo largo de su historia. Años más tarde, en 2005, en la última edición comentada de Women and Madness, la autora insistía en la persistencia de ese sesgo, que aún hoy, 50 años después, parece permanecer inalterado. En ese mismo espacio se situaron autoras como Ussher, Caplan, Margot Pujal y tantas otras. Con sus diferencias y matices, todas confluyen en un mismo punto, los problemas y malestares de género producen sufrimientos profundos. Estos sufrimientos dejan marcas en nuestros cuerpos y en nuestros comportamientos. Frente a una situación de violencia, de déficit de reconocimiento, de asedio moral o sexual, inevitablemente tendremos alguna dificultad para conciliar el sueño o, al contrario, dormiremos demasiado; nos sentiremos culpadas o inseguras por no haber podido responder como hubiéramos deseado; tendremos poca voluntad de alimentarlos o comeremos sin parar. Lo cierto es que, en nuestra “cultura de diagnóstico”, todos esos comportamientos y emociones serán traducidos como síntomas de algún trastorno mental tipificado en el DSM.

Cuando se trata de entender los conflictos y malestares que mujeres y disidencias viven en su día a día, sorprende la inmediatez con que esos sufrimientos son transformados en diagnósticos y polidiagnósticos. Entre las mujeres, los trastornos de humor y de alimentación triplican a los diagnósticos atribuidos a los hombres. Para entender los motivos de esa brecha, de ese sesgo de género, es necesario salir del marco definido por el modelo centrado en la enfermedad y substituirlo por un modelo que sea capaz de integrar y entender los conflictos, las redes de poder, las situaciones concretas que provocaron, en cada caso, esos sufrimientos.

La actual cultura del diagnóstico ha impregnado nuestros modos de ser y estar en el mundo, llevando, muchas veces a un reduccionismo explicativo de nuestra subjetividad, por el cual se define nuestro self en términos de neuronarrativas, atravesadas por etiquetas psiquiátricas. Vemos así, cada vez con mayor frecuencia, a mujeres que definen su identidad, en redes sociales o en espacios colectivos, por la mediación de un diagnóstico: soy depresiva, soy bipolar, soy autista. Como si esa etiqueta pudiese resumir toda su existencia y toda su historia.

La ausencia de perspectiva de género en el campo de la psiquiatría se observa cada vez que se desconsideran situaciones de violencia psicológica, física o sexual como causas de sufrimientos y se apela a explicaciones basadas en desequilibrios neuroquímicos o en causas genéticas. Pero existen también otras situaciones que provocan sufrimientos profundos para las mujeres, las rupturas amorosas, los desencuentros afectivos, la entrega a los ideales de ese amor romántico, que aún no hemos podido deconstruir.

Naif es “experta por experiencia” y contradiciendo esta cultura reduccionista, no acepta, ni desea reconocerse o subsumir su identidad bajo un diagnóstico. La etiqueta diagnóstica la tiene sin cuidado. Después de una larga carrera psiquiátrica y con la ayuda de sus pares, ha podido reconocer sus momentos de tristeza, los sentimientos de ira que no consigue controlar, de angustia o de agitación extrema. Sabe cuándo ha llegado el momento de buscar ayuda terapéutica, siempre intentando identificar los factores que han causado estos sufrimientos. Sabe cuándo es necesario recurrir a medicaciones psiquiátricas e intenta, poco a poco, y en la medida de lo posible, reducir y retirar esas drogas que producen efectos adversos severos en su organismo. Naif ha aprendido a reconocer esos efectos dañinos, así como también, a identificar el síndrome de abstinencia que produce la retirada de los psicofármacos, asumiendo que este es un proceso lento, con conquistas y retrocesos.

Esta no es una historia de superación, como esas que se multiplican en los periódicos y en las redes sociales, es una historia de lucha y de reconocimiento, una historia que pone en evidencia la necesidad de que el campo de la salud mental integre esa perspectiva de género que parece estar ausente. La suya es una narrativa reflexiva y critica sobre su primer encuentro con el poder psiquiátrico, un encuentro que se inscribe en el marco de una historia de vida que se asemeja a la de muchas otras mujeres, en la que muchas podrán reconocerse. 

La historia de Naif está atravesada por la institución psiquiátrica. En sus palabras: “Los hospitales forman parte de la vida en este mundo. Para mí el hospital de San Pablo, ahora recinto Modernista turístico, fue sitio de juego y distracción como visitante de un padre enfermo y una madre que trabajaba en otro, barcelonés. Ahora son lugares donde no quiero volver porque he vivido allí operaciones y luego pinchazos, gritos e incomprensión. Amigxs míos todavía han ingresado recientemente y es que tener un diagnóstico es algo difícil de llevar. Sufrir para saber cómo, día a día, algunxs sobreviven a voces interiores, percepciones de olores y colores, a pensamientos negativos que no pueden soportar, que algunos sobrellevan con resignación y otrxs con más o menos indignación, como es mi caso.”

Esta es la narrativa de una mujer que se define como “muy enamoradiza”, que  ha vivido el amor, el desamor, la soledad, dos abortos y el luto por la pérdida prematura de un padre al que adoraba. En el relato de Naif vemos aparecer aquello que Eva Illouz define como el mito del amor romántico1. Un vínculo que aparece representado con la fuerza de una flecha, como una emoción que invade la vida, donde el sujeto que ama se identifica con el amado de un modo que puede ser total, aunque muchas veces sea perjudicial a sus propios intereses. Inicialmente, Naif vive un amor apasionado con “un príncipe de un pueblo nigeriano”, por quien mintió por amor, y con quien estuvo un año, “el primer aborto fue con él y me lo pagué yo”, porque apareció otro amor y luego un viaje a Irlanda que cambiará radicalmente su vida.

Allí en Irlanda se encuentra con el irlandés L. “Me fui de BCN dejando una carrera universitaria y mi familia sin pensar mucho. Todo por amor. Trabajo tenía, en una fábrica de madera, etiquetando listones”.  Allí participó de las primeras elecciones municipales por el partido político Sinn féin, de donde debió salir por conflictos políticos internos.

Un día despertó, como tantas otras veces, buscándolo a L. que había salido de su casa sin avisar. Inicia una caminata sin rumbo, sin poder encontrarlo, se pierde, se inquieta, llora. Estaba en un país lejano, sin la proximidad de la familia, distante de su madre, una referencia respetada y querida, y de sus amigos, con un idioma que, aunque dominaba, no era su lengua materna. Esa búsqueda angustiada concluyó, trágicamente, con su primer internamiento psiquiátrico. De ese momento no han quedado memorias, relata que aún permanece una laguna temporal con algunas imágenes aisladas, tampoco ha quedado ningún registro institucional de esa internación.  “¿Hasta qué punto ese momento fue una locura o un momento de lucidez? No me apetece hurgar en algo tan doloroso como es mi primer ingreso psiquiátrico”. Días después su madre pudo viajar a Irlanda para buscarla, consiguiendo que le dieran alta del manicomio. Naif subraya que “personas como yo y otrxs muchxs tienen miedo, día a día, de denunciar, de que le denuncien, de acusar, de ser acusado. Miedo a volver a estar en un sitio donde te dan una medicación y te encauzan a la normalidad manicomianal.”

Más tarde, ya en Barcelona, Naif pudo juntar dinero para pagarle a L. un pasaje para que pudieran volver a verse, y luego otro para que regresara a Irlanda. Es que su adaptación fue difícil, no dominaba el idioma y no pudo adaptarse, “él no aguantó, estaba solo y lo podía el alcohol”, la relación se hizo insostenible.

Luego se sucedieron interminables charlas telefónicas, cartas fueron enviadas a L. sin recibir respuesta, muchas postales de Navidad a su madre, de quien recibió una carta tiempo después. “La madre de L. me envió una nota muy escueta, una carta escrita de su puño y letra respondiendo a una de las tantas postales de Navidad escritas por mí. Tiene no más de quince líneas y está acompañada del recordatorio de su muerte. Al recibirla lloré tanto… No tenía el teléfono de su casa y no sé cuándo la recibí. Él me llamaba muchas noches ebrio, llorando después de la quimioterapia. (…). Debía estar tan solo… Siempre lo estuvo. Él fue mi cowboy y yo su cowgirl. Aún conservo una postal enorme y fotos de nuestra casita allí en Convent Street donde estoy yo con su sudadera dándole de comer sonriente a los gatos que se acercaban al patio donde vivimos”.

 Una perdida dolorosa, un luto que será traducido en nuestra cultura del diagnóstico, como un síntoma más de su enfermedad mental. Luego aparecerán nuevos diagnósticos, nuevas internaciones, nuevas recetas de psicofármacos que se acumulan. También surgirán nuevos vínculos y nuevos amores, con sus alegrías y desengaños, pero también nuevos sufrimientos que serán leídos, desde el modelo médico, como indicadores de algún trastorno mental.

“Fui a lugares que deseo que no vaya nadie: CPB (Centro Psiquiátrico Barcelona), CSMA’s (Centro de Salud Mental de Adultos y Jóvenes). Recuerdo un año que me vino a ver una persona que también pasó por esos sitios. No le deseo a nadie vivir pendiente de unos médicos que quieren que tomemos pastillas y que lo que quieren es que encajemos en sus DSM-5 y en las formas de hacer, vivir y sentir. No estamos locxs y si lo estamos, ¿quién no lo está un poco?”. Por otra parte, y ante el deseo de maternar, debió escuchar de los psiquiatras frases disuasivas, tales como: “el niño puede salir con dos cabezas” o que “hay mujeres que han dado de mamar a cortinas”. 

Como afirma Eva Illouz en “El amor en tiempos de capitalismo”2, el amor romántico está atravesado por la división de género, las mujeres se entregan a una experiencia casi sagrada de renuncia de sí, que afecta directamente sus emociones y su corporeidad, es que, desde niñas fuimos socializadas en ese marco de entrega al otro, de un amor que todo lo puede, de modo que romper con esos ideales se transforma en una tarea penosa y compleja. Situaciones como esta, del mismo modo que otros tantos sufrimientos y malestares de género que atraviesan nuestro cotidiano, son desconsideradas por el poder psiquiátrico, generalmente masculino, con su imperativo de registrar síntomas para identificar un supuesto diagnóstico, que quedará fijado en una historia clínica. Se omite que, como afirma Chesler, malestares o sufrimientos género, como puede ser un desencuentro o un desengaño amoroso, muchas veces marcan el momento de inicio, absolutamente evitable, de verdaderas carreras psiquiátricas. Es que, después de una primera internación y de los primeros diagnósticos, muy probablemente se sucederán nuevos diagnósticos que vendrán a substituir o a complementar los diagnósticos anteriores, así como nuevos psicofármacos que vendrán a substituir o a complementar a los psicofármacos indicados que, inevitablemente, se mostrarán ineficaces o con severos efectos adversos. Aún hoy Naif, debido a sus experiencias vividas y a los diagnósticos que le han asignado, siente dificultades para hablar libremente de su historia y de su pasado.

Naif participó de espacios de encuentro con expertos por experiencia. Integró, de manera activa y comprometida, los colectivos Radio Nikosia y Activament. En esos espacios ha encontrado vínculos de afecto, confianza y amistad y también, un marco para pensar su vida, su historia, su pasado, su presente y su futuro. Hoy participa de colectivos feministas, realizando actividades vinculadas con la música, a demás de dedicar tiempo al estudio de los clásicos de la antipsiquiatría y de los procesos de desmedicalización.

En sus palabras: “Esas ideas de terror se disipan gracias a la escucha y comprensión de amigxs como el aire de las hojas de los árboles de los bosques verdes donde viví con mis veinte años en Irlanda y que ahora recuerdo con mucha nostalgia. En esa isla viví, por un espacio de tiempo, lo que muchxs llaman alucinación, otrxs delirios, pero que para mí fue real.”

En los colectivos de expertos por experiencia, Naif ha encontrado un lugar para poder enunciar esas preguntas que nos atraviesan a todos, y que, siguiendo a Foucault, podemos entender como constitutivas de toda tecnología de cuidado de sí3. Estas preguntas son: “¿Qué me estoy perdiendo por miedo? ¿Estoy haciendo lo que debo? ¿Para qué o para quien estoy haciendo esto? ¿Es esto lo que quiero ser? ¿Con quién estoy pasando el tiempo?”.

Con muchos cuestionamientos, pero sin renuncias ni lamentos, encontramos las huellas de una historia de amor, que permanece en la memoria asociada a emociones y a recuerdos atesorados, pero que, lamentablemente, también está atravesada por un acontecimiento dramático como es la primera internación psiquiátrica. Naif concluye su relato diciendo: “La tierra que pisaba entonces era como ahora, pero a veces los astros y los planetas se alinean para que personas como L y yo pudiéramos ver un arco iris entero. Ese encuentro no volverá a pasar. Ese momento sólo lo vivimos unos poquitos. Esa pareja y otras muchas más serán siempre un misterio”.

Notas:

[1] Para una mayor referencia puede revisarse “Consumo de la utopía romántica” de Eva Illouz

[2] Como referencia puede consultarse “El fin del amor” de Eva Illouz

[3] Como referencia puede consultarse “Tecnologías del Yo” de Michel Foucault

Sobre las autoras:

Sandra Caponi: Profesora titular del Departamento de Sociología de la Universidad Federal de Santa Catarina- Brasil. Investigadora de CNPq (Brasil) y del MARC-URV (España).

Virginia Carril: Experta por experiencia. Participó de los colectivos Asociación Radio Nikosia y Activament (Barcelona-España)

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