El sábado 9 de agosto de 2020, Brasil alcanzó la cifra de 100.000 muertes por Covid-19. Es una tragedia colectiva anunciada. Todos sabíamos que íbamos a llegar a esta macabra cifra, así como todos sabemos que esta cifra seguirá aumentando, porque el gobierno de Bolsonaro no ha hecho nada ni hará nada para controlar la pandemia. Los periódicos nacionales y los medios de comunicación, en general, estimulan y difunden debates con sanitaristas, biólogos, médicos, representantes de la comunidad y científicos sociales. En cada uno de estos debates, los participantes refuerzan un hecho que hoy parece evidente. Afirman que estas 100.000 muertes podrían haberse evitado con acciones concretas ya conocidas por todos, las mismas que sirvieron para controlar la epidemia en otros países: aislamiento social, pruebas, distanciamiento, uso de mascarillas, entre otras. Lo cierto es que estas muertes evitables no se produjeron por casualidad, debido a la edad avanzada, las comorbilidades o las causas imprevisibles. Se produjeron por la negligencia de un gobierno negacionista, que desprecia los conocimientos científicos y la gravedad de la pandemia. Ocurrieron por las decisiones equivocadas adoptadas por Bolsonaro, por su ministerio de salud sin ministro, por gobernadores y alcaldes alineados a su necropolítica.

El editorial de The Lancet del 7 de agosto afirma que Bolsonaro ha perdido su “brújula moral” en medio de la pandemia, considera que el presidente es la mayor amenaza que debe enfrentar Brasil para controlar la pandemia. El mundo entero está consternado por las manifestaciones de Bolsonaro contra el distanciamiento social y su ferviente defensa de la cloroquina. Sabemos que un proceso tan doloroso no puede producirse sin un enorme coste subjetivo, sin el sentimiento colectivo de impotencia social, la conciencia de que cada uno debe cuidarse, sin poder contar con esa red de protección, apoyo e información fiable que otros países fueron capaces de construir para afrontar la pandemia.

Este coste subjetivo de la pandemia es similar para los que se ven obligados a exponerse al riesgo de contagio y para los que pueden mantener el aislamiento social durante meses. Todos debemos gestionar la información contradictoria y confusa que recibimos, la que proviene de los canales oficiales, como el ministerio o los departamentos de salud, y la que proviene de los medios de comunicación y del conocimiento especializado. Esta doble información crea una sensación de inseguridad que se convierte en miedo e incluso pánico cuando una persona cercana se contamina o muere. El aislamiento social, único medio de protección existente hasta que tengamos una vacuna, ha aumentado el sufrimiento causado por las situaciones de violencia contra las mujeres y los niños, el sentimiento de miedo, el uso abusivo de alcohol y drogas, así como el sentimiento de soledad, impotencia, abandono y profunda tristeza. En definitiva, el sentimiento generalizado que todos experimentamos en esta pandemia puede resumirse en una profunda sensación de fracaso colectivo.

Hay varias formas de hacer frente a este fuerte coste subjetivo impuesto por un gobierno que expone a su población a la muerte y al desamparo. Podemos buscar redes de encuentro y discusión, buscar espacios terapéuticos donde hablar de nuestros sentimientos, fomentar la creación de vínculos afectivos y solidarios, aumentar nuestra presencia en espacios virtuales para la defensa de los derechos de las minorías o crear otras estrategias de resistencia a la necropolítica actual.

Sin embargo, la pandemia surgió en el contexto de la razón neoliberal, con su lógica organizada en torno a la idea de beneficio, competencia, meritocracia y búsqueda del éxito económico individual a cualquier precio. En esta lógica, el espacio de lo colectivo, de lo común, así como el ámbito de la salud pública, deben subordinarse a la lógica impuesta por el mercado y el beneficio.  Las grandes fortunas están siendo directamente beneficiadas por la pandemia y, sin duda, una de las más beneficiadas es la millonaria industria farmacéutica. Los viejos medicamentos se presentan como verdaderas balas de plata contra el Covid-19, como la cloroquina, la hidroxicloroquina o la ivermectina. Debemos observar el poderoso efecto ideológico de estos medicamentos, aunque su efecto terapéutico sea nulo y sus efectos secundarios sean graves. Se dice que, como tenemos una medicina eficaz, es posible salir a trabajar y consumir, que el aislamiento es simplemente una actitud cobarde de la gente que no quiere trabajar. En particular, la cloroquina es presentada por el presidente como la llave mágica para negar la realidad de la epidemia, a costa de exponer a la población que cree en sus palabras al contagio e incluso a la muerte.

Algo similar puede ocurrir en el campo de la salud mental, actualmente colonizado por la psiquiatría biológica. Existe un mercado muy prometedor para la industria farmacéutica cuando el coste subjetivo de la pandemia, que se manifiesta en sentimientos de soledad, miedo y abandono, se traduce en síntomas de algún trastorno psiquiátrico.  Con la pandemia, ha aumentado el número de diagnósticos de ansiedad, manía, depresión y síndrome de pánico, entre otros. Para esta proliferación de diagnósticos, la psiquiatría biológica ya tiene, desde hace tiempo, su propio repertorio de supuestas balas de plata, como los antidepresivos, ansiolíticos, antipsicóticos, entre varios tipos de psicofármacos. Así, paralelamente al aumento de los diagnósticos, se observa la proliferación de la prescripción de psicofármacos desde el inicio de la pandemia.

A lo largo de su historia, la psicofarmacología ha utilizado un esquema explicativo para legitimar la prescripción de psicofármacos, una estrategia que Jonna Moncrieff denominó modelo farmacológico centrado en la enfermedad. Según este modelo, todas las dolencias psicológicas responderían a alteraciones cerebrales o desequilibrios neuroquímicos, y los psicofármacos tendrían la función de restablecer este equilibrio alterado. La industria farmacéutica cuenta con un poderoso aliado, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5). Con esta ayuda, pequeños cambios en nuestro comportamiento diario, como alteraciones del sueño o del apetito, pueden transformarse en síntomas de un trastorno psiquiátrico. Aunque no existe una base biológica definida o identificada para nuestro sufrimiento psicológico, para cada diagnóstico, a partir de los informes rápidos del paciente, se recomendará una terapia psicofarmacológica con la promesa de restablecer el equilibrio neuroquímico alterado, ya sea por exceso de dopamina, déficit de serotonina u otra alteración.

Este tipo de explicación prescinde de las causas psíquicas y sociales que provocan el sufrimiento, silenciando situaciones dramáticas como el acoso moral en el trabajo, el bullying, la violencia psicológica, las situaciones de racismo o la violencia familiar. Todo este conjunto de situaciones adversas que vemos agravarse en el contexto de la pandemia. En este marco general, los psicofármacos pueden tener el uso ideológico de hacer que las personas acepten como inevitable el hecho que causó el sufrimiento, porque una vez identificado el diagnóstico, el problema estará en el individuo, particularmente en su cerebro. No se dirá nada sobre las consecuencias devastadoras del consumo innecesario y abusivo de psicofármacos, ni sobre los efectos secundarios graves y fuertemente adictivos que producen. Asimismo, no se dirá nada sobre los factores psicológicos o sociales que causaron el sufrimiento.

Si, en tiempos de pandemia, nos limitamos a replicar esta lógica de la psiquiatría biológica y de la industria farmacéutica para explicar el sufrimiento del incontable número de personas que sufren el coste subjetivo de la gestión de Covid-19, el resultado puede ser dramático. Según esta lógica, los sentimientos de soledad, miedo e impotencia, provocados por la pésima gestión de la pandemia en el gobierno de Bolsonaro, se traducirán como síntomas de una enfermedad psiquiátrica para la que se recetarán antidepresivos, ansiolíticos o antipsicóticos. Si esto ocurre, tendremos que enfrentarnos en un futuro próximo a una nueva pandemia que probablemente será más silenciosa y oculta. Tendremos que hacer frente a una pandemia de personas diagnosticadas con trastornos mentales y, paralelamente, al importante aumento de usuarios de psicofármacos con graves efectos secundarios.

Sin embargo, tal vez la pandemia pueda ser un buen momento para cuestionar esta lógica explicativa reduccionista, que por un lado prescinde de los contextos sociales de duelo y abandono y por otro multiplica los problemas creados por el consumo excesivo e innecesario de psicofármacos. Quizás la pandemia, y su terrible gestión, nos permita observar que el sentimiento de fracaso colectivo, que de una u otra manera nos afecta a todos, puede ser un excelente punto de partida para reflexionar sobre los límites de las explicaciones neuroquímicas que se dan al sufrimiento cotidiano.

La pandemia pone de manifiesto que en contextos similares de aislamiento, impotencia y miedo a una amenaza externa, puede ser perfectamente normal que todos tengamos cambios en el sueño o el apetito, sentimientos de inutilidad o culpa, sentimientos de ansiedad. Es decir, la pandemia permite cuestionar las formas de clasificar y diagnosticar, hasta el punto de que los comportamientos considerados anormales y clasificados como síntomas son ahora experimentados por casi toda la población. En tiempos de pandemia es normal tener miedo a la muerte, es normal sentirse angustiado ante la falta de atención de un Estado que abandonó a sus ciudadanos a su suerte, es normal sentir rabia e impotencia cuando observamos que son las comunidades pobres, los negros y los indígenas los que más mueren en un país absurdamente desigual, finalmente, es normal sentir una profunda tristeza cuando observamos que se ha naturalizado la cifra de 1000 muertos por día. Patologizar estas reacciones normales ante un contexto tan adverso como el que estamos viviendo y tratar estos supuestos trastornos con más antidepresivos o ansiolíticos, tendrá sin duda graves consecuencias biopolíticas para todos.

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