Cuarto de hospital abandonado

Escribo estas líneas para compartir mi experiencia como médico ex-residente de psiquiatría esperando que sean de utilidad para familiares y pacientes en momentos de búsqueda de atención en salud mental, y deseando también que puedan servir para comprender las vivencias de las personas usuarias del sistema de salud en el país y generen eco para asegurar el ejercicio de derechos de las personas institucionalizadas.

Inicialmente me gustaría acotar que lo narrado ocurrió entre los años 2016 y 2018 en un hospital psiquiátrico de la Ciudad de México. Y que el motivo de no haberlo dado a conocer antes responde al desconcierto, el enojo y la tristeza que sentí inmediatamente a mi salida de tal unidad; sin embargo, considero que en el presente me encuentro con mayor claridad.

Deseo compartir también que mi crianza fue austera, en un ambiente de violencia y con cercanía de familiares con diagnósticos psiquiátricos no tratados. Y aunque ello no impidió mi formación académica, sí me impactó al momento de llegar a la especialidad médica.

Los primeros días de residencia médica se caracterizaron por aspectos aparentemente positivos referentes a la formación en tal unidad; los compañeros y superiores me hicieron creer que no habría mayores dificultades que los desvelos de las guardias o las antipatías de algunos adscritos, situaciones habituales que ya había vivido en el internado médico y el servicio social. 

Desde el comienzo se me dijo que el trato con la persona usuaria debía ser respetuoso, sin usar el término «loco/a» y que debía evitar reír, pero sobre todo, siempre consultar con mis superiores la toma de decisiones o «el manejo de pacientes difíciles».

En el trato público las formas eran unas, pero en lo privado —entre compañeros— existían burlas respecto a algunos casos, conductas y decisiones tomadas por las personas usuarias. Era muy común escuchar entre risas la palabra «loco/a» o ridiculizaciones dirigidas a compañeros residentes que se implicaban desde la empatía con las personas, haciendo alusión a su inexperiencia.

La formación real era un desapego total respecto a la persona usuaria, designándola loca y medicalizándole. La línea estaba marcada de manera muy clara, las personas institucionalizadas estaban mal, estaban enfermas, y los psiquiatras estábamos bien, haciendo lo correcto con la ciencia como respaldo. La violencia estaba normalizada, mencionarla era suficiente para provocar más risas.

Durante mis primeros tres meses, mi asco era demasiado ya. El escenario me llevó a pensar que no pertenecía a ahí y que deseaba no ser parte.

El trabajo no era tomado en serio, ni por los compañeros, ni por los adscritos. Lo que me mantenía aún era la sensación de satisfacción al presenciar la mejoría de algunas personas. No sé si el problema era la psiquiatría o sólo los psiquiatras. Evité engancharme. 

El tiempo transcurrió y consideré que lo peor ya lo conocía. Me equivoqué, no advertí la dimensión sistemática del asunto; eventualmente hice consciente que lo que sucedía no sólo estaba permitido sino que era promovido por los directores. Fui consciente de ello en cuanto hubo casos de consultas privadas atendidas en los consultorios de muchos adscritos. 

Quizá las personas lectoras de Mad In México se encuentren familiarizadas o al menos dadas por enteradas con la situación de que cuando en un hospital psiquiátrico no hay cupo, se refieren a las personas a otra unidad psiquiátrica. Y si bien en la mayoría de los casos el lleno estaba justificado, varias ocasiones fui testigo de cómo médicos adscritos y directivos dejaban la orden durante las guardias de que una cama, la última cama, se encontrara apartada para un paciente suyo, por lo que cualquiera otra emergencia era descartada, así viniera de provincia y cumpliera con los criterios de hospitalización.

La situación era aún más turbia,  ya que la mayoría de estas personas usuarias —conocidas como «recomendadas» en el argot médico— no solían cumplir con los criterios de hospitalización. Muchas de ellas pertenecían a alguna familia acomodada y únicamente deseaban tomarse un descanso sin contar con alguna situación de gravedad —como riesgo suicida o psicosis—. La institución pasaba a ser una extensión de un consultorio privado y una unidad habitacional de corte clínico con reservación por dos mil pesos.

Era muy impactante pues varias ocasiones ví a personas siendo enviadas a otra unidad únicamente por no contar con un familiar acompañante, cuando a «los recomendados» se les permitía no tener familiares presentes. De igual manera a personas que venían desde estados vecinos como Guerrero, Oaxaca o el Estado de México se les mentía, se les decía que el hospital estaba lleno y que debían ir a otro.

Las personas de cierto estrato socioeconómico podían acceder a esa atención de calidad, podían comprar empatía y asegurar una habitación en una institución de salud; en tanto que las personas a quienes rechazaban, quienes ya vivían la exclusión sistemática fuera de la clínica, debían esperar a que se liberara algún espacio, a veces muchos meses después del tiempo concreto en que requirieron el apoyo, o conformarse con media hora de consulta y sin poder acceder al psicofármaco más innovador —en caso de necesitarlo.

Mi enojó se acrecentaba pero no podía hacer nada más en ese momento, tan sólo continuar con mi formación. Sin embargo, la sensación de complicidad me generaba mucho malestar. Mi consuelo era saber que podía apoyar a quienes me fueran asignadas y que podía brindarles un trato respetuoso y procurar su bienestar.

Más cosas se sumaron conforme transcurrieron los meses durante mi primer año; desde presenciar las sujeciones mecánicas hacia las personas ingresadas, hasta oír a personas rogando por no ser amarradas y ver a compañeros disfrutar del acto de sujeción como una fantasía de control.

La sujeción únicamente podía ser indicada por adscritos o residentes de alto rango y yo temía que llegara el momento en el cual se me pidiera indicar una. Me generaba mucho estrés. Afortunadamente nunca sucedió. Siempre procuré otros recursos con personas potencialmente agitables.

Todas esas vivencias revoloteaban en mi cabeza, haciéndome reflexionar sobre cómo crecía una incongruencia interna entre lo que estaba viviendo y mi deseo por una formación humanizada. Aunque eventualmente encontré mi oportunidad de buscar congruencia en una sesión sobre derechos humanos, en la cual —con la voz entrecortada y nerviosa ante el temor de repercusiones— pregunté al expositor si de alguna manera se violentaban los derechos humanos de las personas al apartar camas para  recomendados de algunos médicos y me respondió que tal situación era un acto de corrupción y que no tenía cabida.

Después de mucho tiempo, sentí alivio trás esa confirmación. Sin embargo, en el instante mismo en qué terminó la sesión, el trato de compañeros y adscritos cambió hacia mí. Se reían de lo que nombraban «mi imprudencia» y usaban la palabra «corrupción» como burla. Y confirmaba que la violencia es sistemática y parte fundamental de la formación.

Acepté las consecuencias de mi cuestionamiento pero continúe con mi proceso. Consideré reportar el acoso pero sabía de casos previos en los cuales el acoso había sido reducido a una exageración del residente y a una relegación al «cluster b» y no quise desgastarme más. Aunque eventualmente, el acoso se convirtió en una omisión, pues dejaron de asignarme a personas cada vez menos e indicaron que únicamente podía atenderles con supervisión —algo que no ocurría con mis compañeros—; y comenzaron a asignarme a las personas recomendadas en señal de burla, reiterando que lo que había preguntado no iba a ser olvidado y que debía elegir de qué lado de la línea quería estar, si deseaba formarme como psiquiatra o estar del lado de «los pacientes». Estas violencias sistemáticas eran una forma de disciplinamiento, o asumía sus formas violentas respecto a las personas usuarias o renunciaba.

Otra violencia de la que me arrepiento no haber denunciado en su momento fue el acoso sexual que experimenté por parte de un médico adscrito.

Yo me he asumido abiertamente homosexual desde la adolescencia y defiendo que la sexualidad no sea motivo de discriminación o violencia para la formación académica, ni laboral. No fui responsable de lo vivido, nunca insinué nada sexual, pero ese médico me obligaba a saludarlo de mano, estrechándola por mucho tiempo y apretujándola para que no lo soltara, mientras se reía por mi incomodidad. También me miraba lascivamente, me hacía comentarios sexuales inapropiados y en una ocasión, al encontrarme solo en la oficina, se colocó detrás de mí, mientras yo permanecía sentado, y se frotó en mi espalda; me congelé por completo en el momento y empezó a tocar mi espalda, apretándola por cerca de un minuto. Yo solo escuchaba como se aceleraba su respiración. No fue sino hasta que alguien más llegó, que él se fue. Sólo pude quedarme inmóvil, asqueado. Y aunque aquello no era referente al principal motivo del acoso, sí fue significativo de que ellos tenían el control no sólo de las vidas y los cuerpos de las personas usuarias, sino incluso del mío también.

Cabe mencionar que dicho médico ha sido denunciado reiteradamente sin que nada suceda. Los argumentos que usa para desacreditar las denuncias son también de corte patologizante; las acusaciones son fantasías, delirios, sus víctimas están trastornadas. Finalmente, la palabra del psiquiatra es sagrada.

Compartirlo en este texto me hace sentir desahogo, no merecía que me vulneraran de tal manera.

Posteriormente supe por un compañero que existía un grupo de WhatsApp entre los hombres —residentes y adscritos— en el que circulaban material e información íntima de las compañeras y trabajadoras.

Aún con lo ocurrido me encontraba convencido de que lo más importante eran «los pacientes»; habían personas con peores situaciones y contextos que el mío en ese momento a quien podía ayudar. Tuve que colocar mi ética y mi corazón sobre la balanza. Comencé a mostrar indiferencia ante ejercicios de violencia de terceros, aunque por dentro me sintiera roto.

Al ingresar al segundo año mi acercamiento, con las personas usuarias en consulta externa y de paidopsiquiatría, fue mayor por lo cual me sentí motivado. Y aunque el trato continuó siendo violento por parte de algunos compañeros y adscritos, la situación se hizo llevadera.

En este punto quiero expresar que también conocí compañeros y adscritos que disentían de esas prácticas, de quienes —por cierto— aprendí muchas cosas, por lo cuál estaré siempre agradecido.

La sorpresa —nótese el sarcasmo— del segundo año fue enfrentarme con la hostilidad de mi jefa de enseñanza al solicitarle asesorías y continuar soportando las burlas y el acoso, ahora orientados hacia mi sexualidad. También enfrentarme con el sabotaje y que desaparecieran notas médicas que ingresaba.

Después de ello, hacia el tercer año, comencé a tener otra autopercepción; estaba convirtiéndome en psiquiatra y tenía un margen considerable para la toma de decisiones. Sin embargo, en más de una ocasión me descubrí replicando formas de opresión. Caí en cuenta que todo el acoso sistemático había cumplido su objetivo.

El malestar estuvo ahí. ¿Cómo podía enorgullecerme ese contexto de corrupción, violencia física, sexual y psicológica? Porque, además, algo me decía que eso nunca terminaría. Las personas que habían normalizado el trato estigmatizante hacia los pacientes seguirían ahí en las instituciones, en la consulta privada, formando a nuevos psiquiatras bajo los mismos parámetros.  Mis malestares e inconformidad no se iban a terminar en cuanto recibiera una cédula, iban a continuar en cada interacción directa e indirecta. Yo ya había sido marcado y debía comportarme de una sola manera si deseaba ser aceptado en ese círculo, por lo cual faltando pocos meses para terminar el tercer año entregue mi carta de renuncia, sintiendo un enorme alivio ante ese posible futuro que me abrumaba.

Me tomó tiempo recuperarme. No podía creer todo lo que soporté por mi deseo de ser nombrado «psiquiatra». Afortunadamente en el presente ya no me sofocan esas emociones y me siento orgulloso de mi decisión; del otro lado de la línea de la psiquiatría había muchas puertas esperándome a cruzarles.

Pude expandir mi perspectiva al abandonar la especialidad, había más espacios en los que podía laborar, más oportunidades y mucho tiempo por reponer con mis seres queridos y conmigo mismo, sin renunciar a mis ideales y valores. 

He tenido el tiempo suficiente para analizar lo sucedido, e identificar el porqué de mi vivencia. Como lo menciono al inicio, nací en un contexto de austeridad, así como de violencia y abuso normalizados en la familia. Durante mi crecimiento ví cómo familiares morían porque no se contaba con el dinero necesario para acceder a intervenciones médicas; cómo se silenciaban a las expresiones de género y sexuales disientes a la cisheteronormatividad con golpes; cómo se omitían los síntomas de depresión, ansiedad y consumo de sustancias, se mantenían en secreto los temas de autolesiones, suicidio y violencia.

Crecí sin que nunca nadie me diera una explicación, sino hasta que entré en contacto con los pacientes fue que comprendí muchas cosas; entendí la influencia del entorno en el desarrollo de la personalidad, cómo influyen las emociones en las conductas, cómo el abuso y la violencia son ciclos sin fin hasta que alguien decide hablar de ellos y terminarlos.

Al llegar a la especialidad con tal pasado me fue difícil decidir estar de uno u otro lado de la línea, me fue difícil no engancharme con muchos casos que me recordaban a mis vivencias de infancia, me fue difícil no indignarme con los tratos inhumanos. Ya había experimentado mucha violencia en mi vida personal como para además tener que vivirla y reproducirla en mi vida académica y laboral.

Haber normalizado todas las prácticas iatrogénicas que se indicaron como correctas estuvo mal. Entendí que la psiquiatría me habría destruido como persona y me habría convertido en un autómata. Comprendí que gracias a mi historia familiar logré huir de ahí a tiempo. No pude sostener el ejercicio de exclusión que el clasismo, el racismo y el capacitismo propiciaban en aquella institución.

¿Qué podía esperarse de médicos provenientes de contextos privilegiados? A quienes nunca tuvieron la dificultad para la compra de un libro o para acceder a un servicio de salud,  ¿cómo se les podía pedir empatizar con personas provenientes de contextos precarizados y vulnerados?

Han pasado cuatro años de todo esto que narro e imagino que aquél lugar continúa funcionando de la misma forma. Y aunque no deseo desalentar a otras personas interesadas hacerse partícipes de los procesos de atención a la salud mental en el país, les recomiendo tener cuidado y les reitero la máximo del respeto a la integridad de las personas usuarias y de sí mismos.

Corran la voz de aquellos psiquiatras y terapeutas que brindan un trato digno, un trato humano, para que sean ellos quienes brinden la atención; de igual manera corran la voz sobre aquellos que violentan, sin importar que trabajen en instituciones, exijan que no les atiendan personas con antecedentes de acoso, de violencia.

Hay esperanza de reinserción social, más allá de la medicalización y las terapias eternas que parecen nunca terminar, institucionalizando casi de por vida a los pacientes.

2 COMENTARIOS

  1. Hola “El desertor”. Soy un sobreviviente de las situaciones que expones aquí. Me costó mucho leer tu publicación, pero aún así lo hice. Debo confesarte que esperaba tus disculpas publicas con la comunidad loca. Es muy dificil perdonar a victimarios y opresores si no piden disculpas. Te consulto ¿Denunciaste en la policia todas y cada una de las malas practicas de las cuales fuiste testigo? Hasta que no lo hagas, sos complice. Abrazo.

  2. Holas.

    Estoy de acuerdo con AR. No soy abogado ni dando consejo de ningún tipo. La denuncia, al menos en la CNDH o periodística es esencial, sobre todo si hubo fallecimiento de la víctima, o era “incapaz” de denunciar. Yo, como médico retirado, desafortunadamente “asistí/participé” en varios casos de malos tratos contrarios al “arte médico” en un hospital de tercer nivel, de los que forman/formaban muchos residentes en mi especialidad. Famoso por su “sevicia” contra residentes en al menos 2 servicios de especialidad. Cosa que me enteré hasta que estuve ahí, desafortunadamente. Cobarde e impruentemente, “demasiado tarde para echarse atras”. No fuí el único, hubo la amenaza de cerrar la plaza, por malos tratos contra los residentes, y TODOS los residentes de nuestra especialidad nos negamos a tal cosa…

    Tambien realizé un procedimiento diagnóstico para un “donador” con supuesta muerta cerebral mal indicado por el “tratante a cargo” que si no por mi desobediencia e incongruencia con las imágenes del procedimiento, en ese momento hubieran acabado con la vida del paciente, “confirmando” falsamente el diagnóstico de muerte cerebreal. Que pasó después con el paciente, no lo sé. El equipo quirúrgico ya tenía todo “listo” para saliendo del estudio, “operarlo”…

    Tambien ví algo como “dolo eventual”/negligencia, no soy abogado, en exponer a pacientes en terapia intensiva a un riesgo de complicaciones, en procedimientos diagnósticos, para “castigar” o “ablandar” a los residentes. Nunca lo denuncié, no tenía pruebas ni nombres, yo era parte de los “interconsultantes”, como residente. No es excusa, lo sé, pero sucede. Los terapistas, a cargo de los pacientes, miraban hacia otro lado.

    En otro caso, una doctora de base, indicó un procedimiento diagnóstico contraindicado para otro paciente, que le causó dolor por al menos varias horas con aquiescencia de mi jefe de servicio y el tratante del paciente. No lo denuncié dado que ambos superiores jeráquicos sabían que fué lo que paso. “Se pone peor” dijo el tratante, sin haberlo yo cuestionado. Ella dijo que en su “experiencia funcionaba como TRATAMIENTO”, a pesar de estar contraindicado, en los exámenes que ella le ponía a los residentes, en los libros, artículos, y en los exámenes de consejo. Así las cosas.

    Más relevante. tuve el infortunio de salir muy bien en el examen de aspirantes a residencias médicas hace décadas, precisamente para siquiatría, y digo MUY bien. Lo que me resulta decepcionante porque ni siquiera estudié para el examen, poquito de neuro y neuroanato y ya. Un “a ver si paso”, y salí de los mejores, de los mejores…

    Fuí rechazado del Instituto Nacional, sin haber aplicado un año antes al institituto, requisito que me parece hasta hoy discriminatorio, prejuicioso y elitista (tratándose incluso del Zubirán o el Chávez Rivera me lo parece), y mi segunda opción fué precisamente uno/el psiquiátrico más grande de México, no estoy seguro qué tan grande…

    No acepté ser aceptado, tras exámenes y demás, asumiendo que me aceptaran, porque los “profesores titulares” que me examinaron exhibieron a mi parecer, sin hacer diagnóstico, sino asociación, sin ánimo de ofender, un comportamiento similar a otros “agresores” que enfrenté en la carrera de medicina, en una de las escuelas/facultades de Medicina de la UNAM. Hubiera sido para mí, imprudente, repetir el mismo error. Decir agresores es un eufemismo que no da contexto ni claridad de lo mal que esos profesores se comportaron, no sólo conmigo…

    Afortunadamente tuve la oportunidad de “conocerlos”, ya como primeros lugares en el examen de aspirantes, antes de meterme, cosa que no sucedió en la especialidad en la que finalmente decidí quedarme, varios años después, con el resultado que narré en los primeros párrafos, entre otros malos resultados. Otra vez, en el ENARM, de los mejores lugares, pero no tan mejor como en siquiatría (en los dos entre los primeros 5, por hacer cuentas). Y ahí si estudié bastante para “pasar” el examen.

    Saludos.

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