Trabajos Forzados

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Nota por parte de editores: este testimonio se publicó originalmente en www.dis-capacidad.com, motivo por el cual se ha decidido mantener tanto el estilo como el formato original.

Hola, me llamo Moysés, soy neurodivergente, alcohólico y drogadicto. Tengo 41 años, hace apenas 2 años me diagnosticaron con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad y Estrés Post Traumático severo, hace 3 comencé a tener problemas por el abuso de sustancias.
Ahora me encuentro bien o al menos haciendo de nuevo una vida productiva y satisfactoria para mí.


Durante el tiempo invertido en mi recuperación he hecho de todo, la he pasado mal y la he pasado muy bien y a eso voy con estas palabras: a pasarla muy bien escribiendo. Tenía 12 años cuando comenzó a gustarme tomar fotografías, tomé las primeras fotos que me
gustaron y a otras personas también.


Fue en un viaje de graduación de la secundaria en que nos llevaron a conocer las ruinas de
Palenque cuando tomé mis primeras fotos, un motón de chamacos disfrutando de no estar en
casa, ver la tele en el bus y brincar sobre las camas.
Puse toda mi atención a la fotografía por muchos años más, hice algunas otras cosas, pero la foto
siempre ha sido mi más grande pasión.


Me dediqué a trabajar como fotoperiodista 20 años, fue muy satisfactorio, bonito e intenso hasta que ya era demasiado, me estaba acercando a los 40 y me vi no tan realizado en mi vida, aunque si satisfecho hasta entonces.


Vino una muy importante decepción amorosa y ¡PUM! La gota que derramó el vaso. ¡Recórcholis! dije cuando me vi abandonado de mí mismo con una adicción a una sustancia que nunca creí que me fuera a controlar así.


La cámara


Durante mi recuperación he aprendido a poner atención a muchas cosas y no a una sola, ahora me distraigo menos y para motivarme me propuse a hacer lo que en 20 años no hice, pero tenía ganas. Empecé trabajando la fuerza física, encerrado contra mi voluntad en una supuesta “clínica de rehabilitación”, una clínica donde no había un solo médico, ni psicólogo, estaban prohibidos los medicamentos, pero sí se permitía la tortura y se nos obligaba a rezar para pedir ayuda.


Aunque los 50 internos hacinados en literas de tres pisos y un metro de ancho también estábamos incomunicados de nuestras familias, estábamos obligados a trabajar en obras para la “prosperidad” del lugar y el cuidado de nuestros mismos compañeros.


Fue en ese anexo en donde me vi obligado a no pensar en mis enojos, ni manifestarlos para que no me trataran como reo, para que no me gritaran ni me pegaran en la cabeza a cada movimiento ansioso que daba. Me propuse como ayudante de albañil para distraerme.


Como chalán adquirí el derecho a usar calzado y no chanclas, el derecho a trabajar en áreas verdes, o lo que es lo mismo, ver el cielo y no solo paredes, rejas y autoridades.


Empecé desarmando una bodega de madera, lo hice rápido, me sentía muy bien destruyendo algo con un pico y sacando el enojo, luego de usar el pico en vez de martillo me pasaron a otro trabajo donde no pudiera usar herramientas peligrosas.


Dos semanas después me nombraron como Segundo de cocina, ahí estaba yo dentro de la casa del “Señor Director”. Había ahí cuchillos, monitores de las cámaras de seguridad en uso y quizás dinero de las “séptimas” o limosnas recaudadas cada día de visita en dicho anexo cristiano.


La Señora Directora nos habló sobre valorar la confianza que nos daban al estar dentro de su casa, cerca de los cuchillos y demás.


Ahí, entre dos personas elaborábamos todos los alimentos que consumían en su casa. Luego de 2 meses, me ascendieron al servicio de Coordinador de Artes, mi trabajo era dar clasesque nos hicieran la estancia más llevadera, llegaban puntuales mis 49 compañeros en una perfecta fila, bien formaditos, como nadie, casi como la Guardia Nacional, pero sin uniforme, en chanclas y con una cara de tristeza particular.


El trabajo en ese tiempo era colorear mandalas, esas mandalas las tenía ahí porque mi amorosa familia las mandó, sabían que serían aprovechadas y como siempre, me apoyaban.


Yo ponía música relajante, otras veces usaba postales con fotos que yo mismo tomé, las usaba para introducirlos a redactar algo sobre sus vidas, salían historias dolorosas por lo regular. También daba clase de música utilizando el cuerpo propio para hacer percusión y aplaudir con ritmo.


Luego me tocó dirigir el coro de alabanzas que se presentaba a las familias el día de visita; me ponía nervioso porque nadie daba una, cada ensayo era un reverendo desmadre, cuando unos se movían a la derecha, otros lo hacían a la izquierda, cuando unos agitaban sus brazos hacia abajo, otros lo hacían hacia arriba. Los de la cocina general se hacían siempre bien pendejos, su intención era quedarse en la cocina para que me pusieran reportes si el coro no salía bien.


Alguna vez me tocó trabajar de pintor de brocha gorda, otras de electricista, cosa que me gusta bastante. Una vez fui ayudante de peluquero, había un encargado oficial, era un muchacho que “afuera” se dedicaba a eso mismo, fue internado por ser gay. No consumía ni siquiera cerveza, lo internaron por 6 meses.


El Peluquero ahí internado tenía una ruta de combis en el pueblo de su procedencia y una casa con un valor de varios millones de pesos, lo querían dejar fuera del negocio familiar. Le quedaban mal los cortes, más que nada en la parte de atrás de la cabeza, los remolinos eran su peor falla, muchos se burlaban de él y le pegaban mucho para hacerlo “hombrecito”.


Cuando intenté ayudar en la peluqueada me salieron bien los cortes estilo “soldado raso”, entonces me dejaron el trabajo de peluquear a mis 49 compañeros, ahí dentro no sabía yo si eran sicarios o soldados de Dios, hijos de la iglesia “Alas de Águila”.


A los meses tenía ya mucha confianza de parte del “Señor Director”, él permitió que mi familia me trajera mi cámara; la cuidaba bien porque vivía con 49 ladrones y siempre existía la posibilidad de que alguno se fugara con algo de valor para vender.


Tener mi cámara me salvó de mi propia mente y de algunos castigos también. En mi primera presentación de fotos a las familias en la visita provoque el desagrado del “Señor Director”, un ex-narcotraficante dueño y director del anexo, emparejado con una Psicóloga Clínica que se hacía llamar “Señora Directora”.


Dijeron que mis fotos eran muy crudas porque los compas en las imágenes estaban llorando; tres regaños después, me dio una sagrada segunda oportunidad, la siguiente presentación la hice a su gusto, hasta hice un videíto mamón. Todos los compas con camisas blancas con el logotipo de la “Sagrada Institución” … alabanzas cristianas en el fondo.


Alguna vez me tocó dar clase de estudio de la Biblia, de eso no sé nada, pero lo hacía. Ya afuera de ese centro de tortura he seguido con lo mismo de hacer cosas que no habría hecho antes, malas y buenas. Primero hice las malas y después las buenas, al menos para mí.


Entre las buenas están: ser chalán de un taller de herrería y soldadura, instalación de portones eléctricos, esos de los que abren a control re-MOTO. Ya traía experiencia.


Me ilusionaba instalar portones en casas de “señoras solteronas adineradas” para darles su “servicio” también, digo, uno es pendejo y cínico, sea o no sea drogadicto.


Trabajé de ayudante de una carpintería, no hice ni madres de muebles pero si marcos y marialuisas para los fotógrafos locales. Para entonces tuve oportunidad de hacer blanco y negro en laboratorio pero, no lo hice, no tenía ganas.


La toalla


Actualmente llamo a mis amigos para ver quién tiene un trabajo o quién requiera ayuda sin cobrar, es solo por estar ocupado y acompañado de mis compas. Sé barnizar, lijar, pintar, fontanería… También sé golpear y aplicar la toalla. Una vez dentro del anexo lo tuve que hacer y no fue nada agradable. Yo era coordinador en el anexo cuando iba caminando por el estrecho pasillo que comunicaba el comedor con la habitación general, a medio camino, donde está el área de lavado de trastes y ropa me encontré con 4 coordinadores de “disciplina”. Traían en vilo a un compa interno, el chavo sometido venia en “el viaje”, al parecer por consumo de LSD u hongos. A saber por qué fue pero se lo estaba pasando de la verguísima, a saber su realidad. El compa llevaba seis innecesarios meses en ese lugar, no estaba en un psiquiátrico, estaba aquí, pues para el tratamiento de abuso de sustancias no hay más que esto, un anexo cristiano donde está prohibido el uso de medicamentos y también la entrada a cualquier tipo de médicos y servicios paliativos, aquí solo el dolor y la humillación están permitidas, ¡a la verga!


Éramos 49 cabrones cuidando y atendiendo a cada uno de nosotros; ¡éramos hermanitos de la misma chingadera!, pues.


El compa en cuestión se alteró, entonces había que aplicarle una “toalla”, por orden del Señor Director, venían pues en camino y me los encontré en el pasillo.


Al verme, los coordinadores de disciplina me gritaron: ¡Ora, agárralo pues! ¿qué creíste que solo te tocaba dar clasecitas?


¡Siéntate en sus piernas!, fue la orden. Golpearon al chavo en las costillas, envolvieron su cara en una toalla vieja y la apretaron a la altura de su nuca para que abriera la boca, cuando ya estaba acostado en el piso lavable, con una persona sentada en cada una de sus extremidades, sin aire que respirar y muy asustado, me ordenaron vaciarle en la cara una cubeta grande llena con agua, una de esas de manteca de cerdo, unos 30 litros serían.


Lo hice, no quería yo estar en su lugar si me oponía. Un delgado chorro de agua escurría, como si estuviera llenando el radiador de un coche, vacié toda la cubeta sobre su boca, no quedó nada de agua en el piso.


Toda el agua estaba en su interior, en su estómago y rebalsaba igualito que sobre un radiador caliente. Aflojaron la toalla para que se sentara a sacar el líquido, su cuerpo estaba flácido, apenas podía abrir los ojos, pero respiraba. Dijeron “tranquilo, respira, que ahí te va la segunda”.


Toalla otra vez, va la segunda cubeta. “No se la tires muy rápido para no taparle la nariz”. Así lo hice, pero a media cubeta paré y dije “¡Ya estuvo bueno, siéntenlo ya!”. Y lo hicieron.


Ahora si cayó aguan en el piso, había sopa de pasta, no mucha. Ya sin fuerzas, el compa se fue a cambiar para ponerse ropa seca.


Hay un trabajo que me gusta mucho hacer y es lavar trastes. En casa de mis amigos me dicen, “No lo hagas, tu eres mi invitado”, pero a mí me gusta hacerlo, lo hago porque siento que limpio mi mente con mi mano y el agua me relaja un chingo.


Me siento útil, mis amigos quedan contentos porque no es agradable lavar trastes con agua fría donde vivo, en cuatro meses de estar en aquel anexo cristiano y bañarme con agua fría nunca me acostumbré a hacerlo, siempre entre más rápido, mejor.


Ahora voy a un nuevo empleo, emocionado y nervioso porque voy a servir a “gente normal” y dejan propina. La chica que me gusta es quien me llamó para hacer ese trabajo por un día y sé que lo voy a hacer bien.


No creo que sea más difícil servir a unos cuantos hipsters que a 49 cabrones en un anexo.

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