Ella y yo somos amigos. Han pasado muchos años desde que llegué a su vida.
Platicamos todos los días, debatimos temas polémicos, nos reímos de todo, y nos gusta acariciar a los perros que nos encontramos por la calle.
Cuando éramos niños, ella no me hacía mucho caso, solía jugar sola a pesar de que yo estaba ahí, observándola a la distancia. A ratos detenía su juego, me volteaba a ver, y segundos después seguía jugando por su cuenta.
Los 13 años fue la etapa más difícil. No le gustaba que estuviera cerca de ella, porque no quería que la gente se diera cuenta de mi presencia, decía que era raro ser mi amiga, y yo, por mi parte, no tenía más amigos.
Sin embargo, a pesar de su aversión hacia mí, yo siempre estuve con ella. Estuve a su lado la primera vez que le rompieron el corazón, o la primera vez que tuvo una crisis nerviosa, siempre estuve ahí, mirándola desde una esquina o sentado a un lado de ella sin decir nada. Era bonito estar ahí, nos hacíamos compañía.
Ahora que hemos crecido, ser adulto ha sido muy difícil para ella. Es por eso que ahora estamos más unidos que nunca, cada vez que sale de su salón o va sola en el camión, yo estoy con ella.
A veces es cansado ser su amigo, porque debo cuidarla de todos los peligros que hay alrededor. Debo cuidarla de que no la atropellen, que no la muerdan los perros, que no la asalten, y sobretodo, que no la asesinen. No es que ella corra muchos riesgos, al contrario, gracias a mí es una persona muy precavida.
Sé que parecen exageradas algunas medidas de precaución, como cuando alguien nos da miedo y le digo que huya, o cuando no nos sentimos cómodos en un lugar y simplemente buscamos una excusa para aislarnos de todos.
Toda la vida la he cuidado… pero eso está por cambiar.
Un día, en una de sus crisis, ella estaba llorando y meciéndose sentada en su cama, y yo estaba tan harto de oírla llorar que le pedí que se hiciera daño. Le dije que agarrara un lápiz, y se lo encajara en la mano. Y lo hizo. Lo hizo muchas veces.
Cuando su mamá entró al cuarto, la encontró llorando, con la mano llena de sangre – ¡Hija! ¿Qué estás haciendo? – preguntó su mamá -. Mi amiga se quedó callada volteando a verme. – Te estoy haciendo una pregunta ¡contéstame! – le gritaba su mamá -. Mi niña seguía sin contestar, solo me miraba fijamente.
Al final, su madre se dio por vencida y corrió a la farmacia por vendas. Llegó de nuevo al cuarto y le vendó la mano después de desinfectarla con alcohol.
Esa noche, su madre durmió con ella, y yo simplemente me fui a dormir a la sala.
Después, cuando tocó cita con su psicóloga, ella me acusó. Le dijo que la incité a lastimarse y que ella solo obedeció a lo que yo pedía. La psicóloga la envió con el psiquiatra, concluyendo con que mi presencia en su vida estaba mal, y debían deshacerse de mí.
Para fines prácticos y en busca de no hablar de mí como una persona, me llamaron “el ente”.
Yo intentaba convencerla de que estábamos bien así, me gusta vivir con ella, y hemos estado juntos por muchos años ¡solo cometí un error! ¿Por qué no pueden perdonarme?
Cuando mi amiga fue al psiquiatra, entramos juntos al consultorio. El médico le hizo muchas preguntas, y algunas de ellas me incomodaban, pero prometí no interferir en la consulta, así que no hice nada al respecto.
-El ente no es malo – dijo mi amiga – tal vez andaba de malas ese día -. – ¿Cómo puede estar de malas alguien que no existe? – le contestó el psiquiatra -. –Bueno, es que para usted no existe, pero yo tengo años viviendo con él, para mí él sí existe -. El médico solo sonreía burlescamente, mientras mi niña se esforzaba por defender mi existencia.
A ratos, ella volteaba a verme, como pidiendo ayuda, pero yo estaba enojado. Y cuando ella me miraba, el Doctor jugaba con su péndulo de Newton para distraerla… y funcionaba.
Al final de la cita, el médico hizo las prescripciones necesarias para que ella dejara de verme. Por muchos días yo intentaba hablar con ella, le contaba chistes o le decía algún comentario negativo acerca de su vestimenta para conseguir su atención, pero a pesar de mis intentos, ella solo me ignoraba. Yo sé que aún me veía, porque a ratos volteaba hacia mi lado e inmediatamente retiraba la mirada, como si mirarme estuviera mal. La he cuidado por tantos años, y ahora mi presencia le aterra.
A las 2 semanas de tratamiento, una noche, ella se sentó a los pies de la cama y empezó a leer una carta que tenía entre las manos:
“David, te he puesto nombre porque te lo has ganado. Gracias por cuidarme todos estos años, has hecho un gran trabajo como amigo.
Sé muy bien que estás enojado conmigo por haber ido al psiquiatra, porque te da miedo dejarme sola y él nos quiere separar, pero por favor no temas. Me has cuidado por mucho tiempo, pero yo ya aprendí a cuidarme. Estos días sin ti han sido muy difíciles, porque ya no estás en mi escuela o en el camión. Yo también te extraño, pero lo mejor para todos es que me dejes seguir mi camino.
Has sido una gran compañía y siempre estaré agradecida contigo, porque sin ti no sé si seguiría viva.
Esto no es una despedida, porque no me estoy deshaciendo de ti, te estoy dejando libre. Puedes visitar todos los países que soñábamos con recorrer juntos, y te acordarás de mí cuando te hayas ido. Siempre estaremos juntos en nuestros corazones, no ocupas quedarte aquí”
Después de esa carta me quedé unos cuantos días, pero poco a poco me fui desvaneciendo.
Ahora vivo en Australia, y salgo a nadar con las mantarrayas gigantes todos los domingos, como ella hubiera querido. Ahora soy libre, y ella también.